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viernes, julio 25, 2008

CONTRA JUDD APATOW... ELEGIMOS CUERPOS: ¡VIVA EL CINE DE ACTOR!


MUNDOS PARALELOS

Sabido es que algunas de las mejores novelas norteamericanas de los últimos años han aparecido en forma de cómic. En una de ellas, titulada Jimmy Corrigan, de Chris Ware, el protagonista es un tipo apocado, abocado a una existencia grisácea y paranoide, cuyos días transcurren entre el aburrimiento y la ensoñación… hasta que se le ocurre visitar a su padre, al que no conoce. Esta mezcla de poética del absurdo y querencia por la filiación, por los orígenes, en principio objetivos no demasiado compatibles en el marco de una estética de lo freak, caracteriza buena parte del cine americano reciente. El año pasado se estrenó Junebug, de Phil Morrison, que transformaba todo eso en una fábula campestre donde Raymond Carver se daba la mano con Samuel Beckett, por otra parte el santo patrón de Gus van Sant en experiencias como Gerry. Nunca se podrá calibrar con precisión la enorme influencia del irlándés en la literatura y el cine contemporáneos, pero si hay un campo en el que su magisterio toma forma contundente es el de la nueva comedia americana.

Decía hace poco en otro lugar que uno de los rasgos mayores de este género hoy día es la sustitución de la tensión sexual típica de la comedia clásica por la relación paterno-filial, cuya cima hasta el momento es Noche en el museo, donde la obsesión por la procedencia ya no sólo se localiza en el Padre sino también en los Padres de la Patria, y cuya contrapartida sería En busca de la felicidad, su lado falsamente melodramático. Por ello podríamos también hablar aquí de una realidad virtual no tanto en relación con los videojuegos, como ocurre en el cine de acción, cuanto con una suerte de territorio irreconocible, extraño incluso a los ojos de sus propios habitantes, cuyo desajuste mental va más allá de la alienación de los setenta, con la que observa no pocas relaciones, para dispararse en una dirección mucho más lejana: la sombra del pasado es tan alargada que no deja emerger el presente, lo cual da lugar ya no a la melancolía, sino a la perplejidad. Por eso la comedia americana a partir de los noventa tiene su centro en el actor, más que en el director, pues su terreno de juego es el rostro, todavía más que el cuerpo: el reciclado Bill Murray, Ben Stiller, Adam Sandler, Will Ferrell o Jack Black, cada uno de ellos en registros diferentes, aportan una gestualidad de estirpe beckettiana que procede también de Buster Keaton, que a su vez sustituiría así a Chaplin en el olimpo de determinadas referencias hollywoodienses: no en vano Film, dirigida por Beckett, disponía del autor de Siete ocasiones como fetiche icónico.

Por supuesto, es fácil detectar todo eso en la tendencia, digamos, cool de ese tipo de comedia, cuyos estandartes más prestigiosos serían Lost in Translation, de Sophia Coppola, y Flores rotas, de Jim Jarmusch, ambas con la presencia estelar de Bill Murray, o incluso Punch-Drunk Love, de Paul Thomas Anderson, con Adam Sandler. Pero no lo es tanto en los ejemplares más extremos y provocativos, sobre todo desde el momento en que se presentan como productos de consumo adolescente o nerd, cuando no ambas cosas a la vez. Porque en esos objetos no identificados aún por la mayor parte de la crítica se ocultan verdaderos volcanes del extrañamiento más salvaje. En ellos, tanto los rostros de ese nuevo star-system como la propia concepción de las imágenes actúan como un muro de contención contra la mirada escrutadora del espectador. La impasibilidad no es tal, sino más bien histrionismo reconcentrado, presto a un estallido que a veces se produce y a veces no. Y lo mismo para el diseño de superficies –nunca como en estos casos la pantalla ha sido más plana y unidimensional--, que proviene de las películas de Jerry Lewis y encuentra su vertiente más intelectualizada, por ahora, también en Punch Drunk Love.

Es fácil citar Life Aquatic y otras películas de Wes Anderson en este sentido, aunque su lado cool cada vez aparece más hipertrofiado, de la misma manera en que no lo es tanto recurrir a Richard Linklater y Jared Hess, quizá los más radicales, pues ahí no hay coartada que valga frente a la crudeza del panorama que dibujan: la insolidaridad del hombre contemporáneo frente a su propio entorno, su desubicación absoluta incluso en el terreno virtual de la imagen, su condición de “no-lugar” en lugares cada vez más definidos. Contrariamente a la tradición yanqui que empieza en Monte Hellman, vocero del existencialismo beckettiano, incluso Van Sant vuelve la trama del revés y convierte Esperando a Godot o El expulsado en recipientes donde la energía negativa proviene de los habitantes, no del habitáculo. Mientras el protagonista sin nombre de algunos cuentos de Beckett es un ser pensante cuya conciencia pesa demasiado en una civilización que cuelga del vacío, Jack Black en Escuela de rock, de Linklanter, o en Super Nacho, de Hess, es una máscara tras la cual se oculta la nada, el todo de una tradición y del gran espectáculo capitalista urbano o suburbano. Por ello Una pandilla de pelotas, también de Linklater, es tan revolucionaria: incluso Billy Bob Thornton resulta ser una nimiedad en comparación con todo lo que le rodea. Y en Super Nacho, la aglomeración de referentes –de El Santo-El enmascarado de Plata a las fábulas rurales de Pasolini— deja sin resuello al protagonista, de modo que en vez de no-lugares quizá podamos empezar a hablar ya de no-personas.

La extrañeza que producen esas comedias bastardas proviene de su situación geográfica respecto al universo conocido. Ocurren en un espacio mental en el que circulan imágenes y palabras, contornos y ecos que sólo muy lejanamente se parecen a lo que algunos denominan la realidad real. Deforman lo que miran para que sea a la vez reconocible e inquietante, como en los relatos de Robert Walser, y para que el espectador también se sienta alejado de todo eso a medida que se adentra en ello, de manera que la comedia norteamericana actual recoge su tradición para pervertirla y reconvertirla en el último grito de cierta cultura europea: es el mismo cruce que se produce en la obra maestra de este género hasta el momento, el Inland Empire de David Lynch, donde los pasillos de Edward Hopper conducen a los senderos que se bifurcan de Jorge Luis Borges, otro ilustre europeo extraño de sí mismo.


CARLOS LOSILLA


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