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jueves, febrero 13, 2020

La leyenda de LETRAS DE CINE


En 1998, un extraño grupo de alumnos inadaptados decidió, de forma espontánea, editar una revista con un nombre sin duda original: “Letras de cine”. Los motivos que les llevaron a realizar esta penosa empresa siguen sin estar claros y todavía existen ciertas controversias entre los biógrafos.
Lo que resulta evidente es que aquel grupo no podía haber surgido sino hubiese sido por una inquebrantable —y para muchos irritante— amistad cinéfila, y el trabajo extraordinario de uno de sus principales miembros.



Este ínclito miembro, con las iniciales AA, tenía un talento prodigioso, único: podía conseguir cualquier película que se le pidiera. La red de contactos, muchos de ellos sin rostro conocido, ya que se carteaba con ellos, era asombrosa. En realidad, pero esto solo lo supimos cuando ya era demasiado tarde, formaba parte más bien de una oscura secta sin nombre (lo que la hacía más peligrosa), que manejaba no solo películas apenas vistas, sino incluso en ocasiones jamás realizadas. Todas ellas eran denominadas por este grupo como “Incunables”. AA era así una peculiar mezcla entre sacerdote supremo, pues oficiaba las ceremonias de visionados, y de Hermes, mensajero de los dioses.
Pero detengámonos un momento en el contexto tecnológico: 1998. Durante estos años, al menos en esta ciudad situada en mitad del páramo del espanto, tal y como lo denominó con justicia Val del Omar, no existía más que el formato VHS para poder visionar películas. Los 0s y 1s, o sea, el mundo digital, todavía no habían logrado atravesar el río Pisuerga. La modernidad, incluso ahora, se encontró con un muro de aguas infranqueables y especialmente turbias.




Era así necesario realizar copias mecánicamente. Para ello —recordemos para las futuras e ignorantes generaciones— hacía falta disponer de, al menos, dos reproductores de VHS unidos mediante una compleja red de cables que no siempre era sencillo conectar. Estos, además, tenían nombres difíciles de memorizar: RCA, Euroconector, minijack, trifásico, enchufe, y otros que, efectivamente, ya he olvidado.
La pregunta que surge ahora es: ¿cómo era posible que tuvieran dos o cuatro VHS? En realidad, AA y sus seguidores no poseían tal cantidad de reproductores; el tipo apenas tenía dinero para comprar un bonobús. Por suerte, los fundadores de la revista “Letras de cine” sí contaban con las instalaciones —a las que pocos conseguían acceder, dado que se encontraban perdidas en un laberíntico sótano— de la vieja Cátedra de cine de la universidad de Valladolid.
Sobre esta Cátedra habría mucho que hablar, pero solo mencionaremos que esta sí fue creada por un verdadero sacerdote, el padre Staehlin, teórico del cine y en sus ratos libres censor franquista, que tenía un fino talento para convertir a Ingmar Bergman en cristiano solo cambiando el doblaje de las películas del maestro sueco que pasaban por sus venosas manos.


Pero volvamos a AA y a sus aprendices de brujo. La Cátedra y sus administradores, totalmente ignorantes de las verdaderas intenciones de aquel grupo, dieron graciosamente las llaves de la sala de visionados a los miembros de “Letras de cine”. Estos, sin pensárselo dos veces, pues delinquir para ellos era como respirar, sobre todo para AA y DV (IDA era más prudente), se servían de las cabinas de visionado para conectar a varios reproductores VHS entre sí y realizar copias. A veces se realizaban tantas copias a la vez —dado que había cerca de ocho VHS en la sala— que aquello parecía la torre de Franskentein llena de aparatos chispeando imágenes. Todo ello dirigido por un científico loco y sus ayudantes. La idea, en el fondo, era la misma: dar vida a películas ya muertas.
El VHS era un formato delicado, frágil e inestable. Había que quererlo. Una cinta se podía romper con facilidad. Entonces, mediante un destornillador, era necesario abrir la caja que contenía la cinta y pegar con celo los extremos rotos. Aquel proceso, en el que DV era especialista, provocaba que de su frente cayeran grandes gotas de sudor sobre la cinta, provocando que aquellos filmes vieran sus imágenes transformadas por el ADN del improvisado reparador.
Bien, como decía, allí se realizaban numerosas copias. Estas luego servían para traficar con coleccionistas de todo el mundo, entre los cuales destacaba “Jolusava”, el hombre de los 9.000 VHS (cifra mágica donde las hubiera). Aquellos cinéfilos habían antes enviado sus listados —escritos, por supuesto, en máquina de escribir— a AA, y este, a su vez, les había enviado los títulos que poseía. De esta forma, el grupo de “Letras de cine” pudo hacerse con innumerables incunables: películas de Robert Bresson, Jean-Luc Godard, Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, Yasujiro Ozu, Abbas Kiarostami, Kenji Mizoguchi o Luis Buñuel, que cambiaron por siempre su cinefilia. Incluso se logró obtener copias de películas que se creían totalmente extintas, caso de Fear and Desire (1953) de Stanley Kubrick.




Verlas era un verdadero acto de iniciación y de fe, ya que muchas de ellas estaban subtituladas en idiomas desconocidos e indescifrables. Por este motivo, el grupo aprendió a mirar las imágenes sin entender el argumento de las películas; algo que sería definitivo en su comprensión futura del cine.
Pero también es necesario contar que aquel sistema de copiado tenía sus límites. Las películas, según su grano y borrosidad, podían ser segundas, terceras o cuartas copias de un original. Había así casos en los que casi era imposible ver las imágenes y la fe de los cinéfilos debía ser mucho mayor. Ya no solo era necesario descifrar los planos, sino que había que creer en las imágenes para poder verlas. Esta sería otras de las características que definirían a los futuros programadores, críticos, productores y directores (¡y hasta extraordinarios funcionarios!) que formaron parte del grupo original de “Letras de cine”.
Por tanto, dentro del mercado negro del pirateo en VHS, las películas se valoraban dependiendo de si eran una copia lejana o próxima al original. Un original que, en ocasiones, parecía haberse perdido por siempre… y del que ya solo existían nuestras copias borrosas que se asemejaban más bien a perversos sueños cinéfilos. Copias que también eran verdaderos palimpsestos, ya que a fuerza de grabar y regrabar sobre ellas, las imágenes de películas previas se mezclaban con las más actuales, creando fenómenos y efectos que más de un director experimental habría deseado para sus obras.




Fue en este contexto tecnológico donde surgió aquel grupo fundador de la revista “Letras de cine”. Grupo que también se vio fuertemente influenciado por la presencia de grandes sumos sacerdotes que traían dentro de sus carteras de cuero desgastado diversos incunables. Era el caso de famosos estudiosos como SZ, quienes, en un acto de suprema generosidad, compartieron aquellas joyas con los irritantes jovenzuelos. Cintas que transformaron su forma de comprender el cine.
Las conversaciones en el seno de aquel grupo también fueron fundamentales. Largas horas de disputas en las que se producían graves controversias, dignas de un sínodo episcopal, que mostraban las distintas formas ver el cine que cada miembro iba cultivando. Los había obsesionados con las películas de la república de Weimar, otros por Sam Peckinpah, otros por Orson Welles, otros por John Ford, por Alfred Hitchcock, Lars von Trier… Otros hasta escuchaban a Carlos Pumares por la radio. El grupo no podía ser así más dispar.



Lo más relevante fue que aquel grupo cinéfilo comenzó a publicar sus textos en aquella gris ciudad poca dada a las alegrías pero desbordada por las imágenes que corrían libremente por los páramos que rodeaban Valladolid.
Un foco de resistencia cuyo trabajo duraría hasta el año 2006. Ocho años de esfuerzos, en los que a medida que el mundo digital hacía su aparición igual que un nuevo dios, sacaron a la luz cineastas de los que nadie había oído hablar. Nombres que aún hoy en día casi ninguno de ellos es capaz todavía de pronunciar. Este fue el camino, y todavía sigue dando sus frutos.
Así, los que vieron, luego hicieron ver.
Muchas gracias a todos los fundadores y a todos los colaboradores de “Letras de cine” por su valioso trabajo.

Daniel V. Villamediana

(artículo originalmente publicado en la revista Transit)