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miércoles, diciembre 17, 2008

POR UN CINE TANGIBLE. LUCRECIA MARTEL



Una de las mayores carencias del cine contemporáneo es su falta de tangibilidad, una ausencia, esa cualidad “táctil”, que hace que muchos filmes sean planos en su trabajo de la imagen y, en consecuencia, también en su contenido. Con todas las herramientas que ofrece el cine, sorprende qué pocos cineastas son capaces de ofrecer una verdadera sensación de fisicidad a través de sus imágenes, y no simplemente emociones surgidas de una narración o de un conflicto.

El cine como experiencia “física” que, a partir de ahí, deviene en experiencia emocional, es una senda que requiere por parte del director un profundo conocimiento de los espacios, de la luz, de los objetos, de los cuerpos y del sonido. Es necesario descomponer la imagen en las partes que la forman para poder explorar cada una de ellas. Cuando esto sucede, el espacio se siente como un espacio y no como un decorado o un fondo sin matices en el que los actores en primer plano roban protagonismo con sus palabras al mundo al que pertenecen, tapándolo con sus gestos. La luz es entonces la acertada para exponer los relieves de los objetos y no los aplana o los homogeniza (no hay momento más bello en el cine que aquel en que se consigue que cada objeto sea singular y específico, vivo, en vez de formar parte de una serie de adornos sacados de la camioneta de un mal decorador). Los cuerpos forman parte de un mundo y sus pieles son el mejor libro para entender qué les sucede y adónde pertenecen, y se mueven en correspondencia al lugar en el que habitan (¿cuántos directores piensan en el tipo de movimiento que debe realizar un actor dependiendo de la escena que se filme? Y no me refiero hacia donde se mueven, sino a la cadencia adecuada de sus movimientos). El sonido acentúa lo propio de cada lugar y hace que los objetos, cuerpos y mundo ayuden a crear esa atmósfera que logra insuflar vida al filme.

Al pensar en todos estos asuntos me viene a la cabeza una de las secuencias más perturbadoras del cine de los últimos años, el comienzo de “La ciénaga” (2001), una escena de zombis, cuerpos que parecen recién sacados de sus tumbas o de sus casas-cripta en las que los desconchones caen lentamente sobre las sábanas de sus camas y se disuelven en ellas. Sin duda es una de las mejores escenas de zombis que se hayan filmado y un momento clave del cine sudamericano. Los movimientos de las sillas, su arrastre cual cadena de un preso, el sonido de los hielos adormecedores, el vino de sangre, la ciénaga sólida -puerta hacia un infierno-, la hostilidad de unos montes opacos como paredes de donde procede esa sauna soporífera y se siente la muerte agónica de los animales, la torpeza de unas manos que son incapaces de transportar las desgracias de los demás y finalmente una sangre espesa que se disuelve con una lluvia que ahuyenta a los zombis con su pesada carga a cuestas. Cuando una secuencia por sí sola se convierte en un mundo, en un ente cinematográfico autónomo, es cuando nos encontramos ante un cine pleno que ha sabido utilizar todos los recursos a su alcance. Se trata de un certero retrato de una decadente burguesía rural realizado en una breve secuencia, alternada con imágenes de camas siempre deshechas donde los cuerpos de las mujeres, rara vez los de los hombres (casi es un mundo excluido para ellos), pasan su tiempo de ocio sin más sentido que el propio paso del tiempo, arrugando todavía más unas sábanas que siempre han estado ahí y que contienen los olores, los recuerdos y la pesadumbre de sus propias vidas. Lienzos donde se dibuja el recorrido de estos cuerpos de adolescentes que luchan entre el florecimiento de su sexualidad y un profundo desasosiego y aburrimiento.

En general, la cama en el cine suele ser un mueble más donde los personajes realizan acciones habituales como dormir, tener relaciones sexuales, fumar, discutir, leer, etc. Siempre tiene una utilidad concreta. En el cine de Lucrecia Martel las camas son un mundo autónomo (casi nos podríamos plantear montar todas las escenas juntas de camas que hay en su cine y crear un filme con ellas). El colchón, las sábanas, el ruido del somier, la almohada, cobran una entidad que no tienen el resto de los objetos de la casa. El dormitorio deja de ser el típico lugar para la pareja, para convertirse en un lugar de tiempos muertos filmados con convicción y naturalidad. No hay escenas especialmente dramáticas, pero sí profundamente intensas, capaces de describir el estancamiento emocional de los personajes, sus deseos, sus carencias y, en una película como “La ciénaga”, el estancamiento de toda una clase social. Se trata además de imágenes diurnas, cuadros abstractos de cuerpos de jóvenes y sábanas como pequeñas cordilleras que logran transmitir esa sensación táctil, la posibilidad de ser tocadas por el espectador, de oler las excrecencias de los personajes que quedan impregnadas en ellas. El cine de Lucrecia Martel consigue dar vida (o no arrebatar la que los objetos y los cuerpos ya poseen) a aquello que para otros cineastas no son más que muebles, cadáveres que reposan en las habitaciones.

Pero el cine de la directora argentina tiene otro gran aspecto a destacar y es su potencia imaginativa. Muchas de las ficciones a las que estamos habituados surgen de la lógica narrativa y de la racionalización de los sentimientos de los personajes, que así se hacen más engañosamente comprensibles al espectador. Los personajes de Lucrecia Martel más que comprendidos con exactitud son intuidos y “percibidos”. La autora de “La niña santa” (2004) no necesita dar una explicación racional a cada una de las situaciones, sino que las muestra y las filma con imaginación, lo que no implica que lo lleve todo a un mundo irreal o fantástico -aunque su cine sí tenga mucho de ello-, sino que retrata a sus personajes en situaciones atípicas pero propias de sus vidas, todo ello impregnado por esos ambientes cargados, tangibles y, por supuesto, únicos.

Normalmente se liga lo fantástico con el cine género, pero no hay cosa más penosa que comprobar la escasa capacidad imaginativa del cine que supuestamente habla del mundo -el llamado cine social-, como si lo imaginativo estuviera en contradicción con la representación de la realidad. Es mucho más certera la realidad onírica o “irreal”, valga el oxímoron, de una Lucrecia Martel, Claire Denis o de una Teresa Villaverde, que la de los aburridos Robert Guediguian o Ken Loach. Estas cineastas justamente logran crear esas extraordinarias atmósferas de las que hablábamos más arriba mezclando el mundo interior de las protagonistas de sus filmes con el mundo exterior. Las sensaciones de las protagonistas se palpan en las imágenes. No se trata de ser fieles simplemente a una realidad social, tratando de suplantarla plano por plano, sino de penetrarla desde la singularidad de sus protagonistas (de su propio imaginario). Que sus experiencias sensoriales nos hablen realmente del mundo en el que viven y no sea la ideología del director la que nos imponga su paupérrima visión del mundo. En definitiva, el cine como imagen fantástica y perturbadora.

DANIEL V. VILLAMEDIANA

(Artículo originalmente publicado en el libro "La propia voz. El cine sonoro de Lucrecia Martel", editado por el Festival de Gijón)

lunes, diciembre 08, 2008

CLICK 7, HE FENGMING, CRÓNICA DE UNA MUJER CHINA, DE WANG BING


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La belleza de lo obvio
Mamotreto sobrehumano apreciable sólo en parte (y con cierto esfuerzo) desde la posición habitual de espectador de cine narrativo, y mucho más en combinación con un entendimiento de las prácticas de cierto arte conceptual (con el que guarda más relación), "He Fengming, crónica de una mujer china" es otra aplicación perfecta de una idea sencilla ejecutada con bravura discursiva. El genio de Wang Bing consiste en saber aislar lo etimológico a la hora de aproximarse a los temas y en abordarlos desde esas certezas lógicas pero también vírgenes de práctica previa. Su primera película, "Tiexi Qu, al oeste de las vías" era una lección de ética que a nadie parecía habérsele ocurrido y que el director conquistó con ayuda de la tecnología, enmendando (y remendando) además los orígenes de la Historia del cine con su no-estilo único en presente perfecto, la escritura más cercana a cero jamás conseguida. Su nueva obra vuelve a poseer parte de todo lo que hizo revolucionaria a aquélla, incluida la violencia impuesta de una duración desmedida (tres horas y cuarto) que da justo fundamento a la "narración riada" de una madre, estrategia que indudablemente nos va a integrar violentamente dentro de la ficción oral novelesca. Lo que hace a la película extraordinaria es la emoción resultante de la adición del tiempo real a una duración extrema. El placer de observarlo todo: el sol del atardecer cayendo sobre la habitación de He y su voz incansable cambiando de tonalidad, las sutiles variaciones emocionales de su ánimo y las llamadas de teléfono a la casa que interrumpen el directo… La casi práctica anulación del montaje durante semejante trance es como un salto sin red.

He Fengming es una anciana casi invidente que relata frente a la cámara, sentada en el salón de su casa durante un atardecer completo, su epopeya de destierro y desmembramiento familiar a causa de una declaración del gobierno que les enjuició a ella y a su marido (redactores de un periódico) como “derechistas” contrarrevolucionarios. La tragedia ocupa cuarenta años de su vida, desde la deportación en 1959 hasta finales de la década de los 90, cuando He visita con sus hijos aquellos centros de trabajo que les cambiaron la vida. La historia parece un prototipo puesto en palabras de algunos films épicos chinos recientes como "Qiu Ju" de Zhang Yimou o "City of Sadness" de Hou Hsiao Hsien, y también recuerda a la epopeya de Lara en la novela de Pasternak. Es extremadamente rigurosa porque He se emplea en describir a conciencia las prácticas de los campos de concentración al detalle. Wang Bing anula prácticamente la forma y es funcional, con sólo unos pocos cambios de plano para que veamos mejor a He. La aproximación al personaje que plantea no es neostraubiana (con perdón) aunque la idea pudiera evocar las extensas lecturas políticas filmadas con elocuente asepsia por Harun Farocki y Romuald Karmakar (ya que en ella hay mucho de capitulación del lenguaje cinematográfico a la voz y el cuerpo de He). A diferencia de ellos Wang no teme a que la emoción posea a su heroína y la monumenta sin pudor, como trabajadora superviviente de un sistema que la rechazó. Así que He deviene una decidida abuela fordiana que toma las riendas de la película codirigiéndola al alimón con el cineasta.

Wang Bing ha registrado un documento que expande los límites de lo que entendemos por una película y que trasciende todo juicio valorativo; su inmenso poder es su mera existencia. Su contribución es humanitaria, como un alivio para la especie humana (aunque no la querremos ver frecuentemente). Al final del metraje uno repara en que su estirpe es la de los "Shoah" (el film y su epílogo) de Lanzmann, "Autohystoria" de Raya Martin, o el Archipiélago Gulag. Y como en Solyenitsin la obra de arte funciona a modo de denuncia implacable de los abusos de los totalitarismos de izquierda. ¿Cómo se cura en salud Wang Bing ante el gobierno chino después de las tres horas de revelaciones de sus abusos? Dedicando la película en su ultimo minuto “a la Revolución y a todos los que sufrieron por ella”. Es así como Wang consiguió estrenar su película en Cannes y pasear por la Croisette junto a Dominique Païni y Alain Bergala, los profesores responsables de que tanto Occidente como Oriente hayan descubierto a uno de los registradores supremos del reino del cinematógrafo.

ÁLVARO ARROBA