Tarantino o el cine como arma
Hoy se ha proyectado por fin Bastardos sin gloria, ese film sobre la Segunda Guerra Mundial acerca del cual Quentin Tarantino llevaba hablando casi una década. Y, como las otras sesiones tarantinianas a las que hemos asistido en Cannes, supuso de nuevo una fiesta democrática. Si hace dos años con A prueba de muerte (la sesión más inolvidable que nunca vivimos aquí) ningún espectador que quiso entrar se quedó fuera del cine por orden del propio director (la vimos sentados en el suelo como tantos otros), ayer por la mañana se habilitó otra sala para los periodistas y críticos que no pudieron entrar al Grand Palais Lumière. Al mediodía se pasó de nuevo y aprovechamos para repetir postre.Orgía democrática también por el ambiente de alegría compartida que se mastica en una proyección de Tarantino entre la parroquia cinéfila habitualmente no reconciliada: ojos brillantes, sonrisas que rompen en carcajadas, aullidos y coros cómplices ante cada añadido de mitología al universo "QT", que constituyen sus nuevas películas. En definitiva, sólo él consigue semejante hermanamiento popular. Sin embargo, la reacción final de la prensa especializada ha sido de desconcierto porque esperaban grandes escenas de liberación. Nada de eso, y las pocas que hay se resuelven en pocos segundos, el film es muy estático. Tarantino es un gran literato y, quizá, por su sentido musical, un gran compositor de hip-hop infiltrado en el cine, alguien tan generoso que nos lo hace amar más allá de la extensión de su escasa obra.El tempo de Tarantino es el de Jean Eustache o Jacques Rivette (cuyas películas duran de media tres horas, cuando no doce): necesita dilatar mucho el tiempo. Una secuencia suya puede llenar de gozo hasta media hora de película: Bastardos... sólo dura dos horas y cuarenta minutos y debería haber alcanzado las cinco horas, o mejor ser dividida en dos películas, para conseguir definir como se merece a sus héroes y villanos, todos bautizados con exquisitos nombres y apellidos marca de la casa: Shoshanna Dreyfuss, una joven judía francesa que vio a su familia exterminada por el coronel nazi Hans Landa (Christoph Waltz, lo mejor de la función); el teniente Aldo Raine (gran Brad Pitt, a medio escribir en el guión); el sanguinario sargento Hugo Stiglitz; el proyeccionista negro Marcel, y tantos otros que sólo aparecen en breves flashes, pero que tienen todo el aspecto de tener una larga historia detrás para contar y muchas barrabasadas por hacer.En suma, democracia tan fanática que se extiende hasta la utopía. La tesis de Tarantino es fuerte y hermana las prácticas de Dziga Vertov, que montaba sus films a ritmo de ametralladora para afectar a las masas, con las de Jean-Luc Godard, cuyo espíritu de lucha heredó precisamente del cineasta ruso: sólo la acción a través del cine puede cambiar el mundo. Primero porque uno de los soldados británicos más brutales, el teniente Archie Hicox interpretado por Michael Fassbender, es crítico de cine y estudioso de Pabst en su vida civil. También porque Shoshanna rehace en París su vida dirigiendo una sala de "cine de autor" y exhibe ciclos de Leni Riefenstahl, Max Linder o Georges Franjou, lo que la convertiría en una versión fémina de Henri Langlois (mítico fundador de la Cinemateca Francesa) avant la lettre ("Aquí en Francia respetamos a los directores de cine [aunque sean nazis]", dice refiriéndose a la Riefenstahl). El film es la apoteosis democrática porque sabe que el cine puede derrumbar a los dictadores y cambiar el devenir la historia (y nos referimos a la historia que ya está escrita). El cine, como arma literal.Mañana Michael Haneke y sobre todo algunas líneas de elogio sobre el nuevo film del director de Hiroshima, mon amour, Alain Resnais, definitivamente la gran obra maestra de la competición.
ÁLVARO ARROBA
(Originalmente publicado en la Crítica de la Argentina)
ÁLVARO ARROBA
(Originalmente publicado en la Crítica de la Argentina)
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