Lars von Trier el apóstata busca el escándalo con Antichrist
Lars von Trier ha declarado hasta tres veces en la conferencia de prensa de Antichrist, que es el mayor cineasta vivo del mundo. Pero ya nadie le ríe las gracias. El cineasta que no hace tanto recibía reverencias y aplausos histéricos regresa entre abucheos e insultos. Desde que inventó el Dogma 95 y realizó su mejor película, Los idiotas, von Trier es el hombre del pizarrín. Y no sólo porque la tipografía de sus films, y los títulos de crédito los escriba en tiza en uno, sino por su complejo de profesor que no leyó en su vida una línea de lo que otros habían pensado y escrito sobre teoría del cine, que nunca abrió un libro pero nos quiere responder a la eterna pregunta que se hacía el crítico André Bazin: “¿Qué es el cine?”. Y con cada película ofrece una respuesta más cínica. Y en la siguiente borra la pizarra y contradice la lección reescribiendo otra distinta, cambiando cínicamente de estilo, de política, de moral, y reemplaza sus dogmas con otros nuevos.
Antichrist cuenta la terapia en una cabaña del bosque de una pareja (Willem Dafoe y Charlotte Gainsbourg) que perdió a su hijo. Al final se acaban mutilando los genitales infectados por la naturaleza que es el puro mal. Visualmente retoma von Trier el aspecto de sus primeros cortos asfixiantes, especialmente Nocturne y al final, en un crédito dedica la película a Andrei Tarkovski en el único plano que realmente nos molestó.
Ken Loach es junto a Alejandro Amenábar el único cineasta que hasta ahora en Cannes se dirige al espectador como si fuera una especie de imbécil. En Looking for Eric es lamentable la posición de superioridad paternalista que adopta frente a su antihéroe, un cartero que necesita que se le aparezca su ídolo el futbolista Eric Cantona para asesorarle en su arruinada vida sentimental; un claro remake de Sueños de un seductor de Herbert Ross. Ningún honrado trabajador merece que le acaricien detrás de la oreja como si fuera un pobre perro, regalándole fantasías como si a una adolescente se le apareciera Ricky Martin dentro del armario de su habitación. Loach y su guionista Lavery son incorregibles, ni siquiera se aprovechan con gracia de la presencia fuerte del genial icono futbolístico.
La nota de calidad la ponen siempre los grandes maestros; ir a ver un film de Alain Cavalier significa navegar en uno de los más pobres – en términos materiales- del mundo, el que menos ostentación hace de sus carencias materiales, el que cuenta algo por mera necesidad. Ni siquiera le hace falta estar en un festival pero se agradece a los programadores que le hayan secuestrado de su escondite para proyectarlo en una pantalla gigante. Esta paradoja es una de las grandezas de Cannes. En este nuevo episodio de la vida del cineasta, Irene, conoceremos a la protagonista de los centenares de páginas de los diarios que el director escribió en 1970 y 1971. Irene falleció en un accidente de tráfico y se nota que el cineasta, como también le ocurrió a Philippe Garrel con Nico, no ha podido superar su pérdida. El film es una descomunal elegía íntima de su persona y en no pocas ocasiones coloca al espectador en situaciones voyeurísticas, al borde del allanamiento de morada: como cuando vemos las fotos de su mirada enamorada, o las de su cuerpo desnudo, o cuando escuchamos hablar sobre sus temblores durante el amor. Otra pieza maestra de un cineasta que no necesita pedir permiso a ninguna institución o empresa para realizar una película con su videocámara casera.
Ya han llegado a Cannes Almodóvar y Tarantino, conocemos a gente que les han visto aplaudir en algunas proyecciones de películas ajenas. Quedan pocas horas para que desvelen sus nuevos sueños manieristas.
ÁLVARO ARROBA
martes, mayo 19, 2009
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