El inicio de la década del dos mil fue una época -para los que la vivimos de cerca, en presente-, extraordinariamente rica gracias a la llegada de inesperados tesoros procedentes de Oriente, obras de directores que se encontraban ya en la cúspide de sus largas carreras. Hablo de películas como Millenium Mambo (Hou Hsiao-hsien, 2001), Yiyi (Edward Yang, 2000), y el filme que nos ocupa, In the Mood for Love (Wong Kar-wai, 2000). Filmografías que nos descubrían la existencia de cines procedentes de lugares tan remotos como Hong Kong y Taiwán y que mostraban una sensibilidad y un trabajo de puesta en escena que transformaron por completo el cine de aquella década.
Recuerdo perfectamente cómo durante el Festival de San Sebastián de ese
mismo año 2000 asistimos mi amigo Álvaro Arroba y yo a la proyección de In the Moood for Love, recientemente
exhibida en el Festival de Cannes en una versión de última hora, todavía sin
una postproducción de sonido adecuada y que el director estuvo montando hasta
el último momento. Quedamos literalmente sobrecogidos ante la belleza de
aquellas imágenes, barrocas y ligeras al mismo tiempo, vitales, frescas, pero
al mismo tiempo con una hondura casi dolorosa. La vimos en tres ocasiones, cosa
que nunca antes habíamos hecho en ningún otro festival; un testimonio de la
pasión que despertó en nosotros. ¿Qué contaba en realidad In the Mood for Love? En realidad, apenas nada, o quizá todo. Se
trata de un filme que surge a partir de un vacío alrededor del cual orbitan
gestos, roces, texturas, colores, espejos, lluvia y humo. Una historia de amor
sin consumación, solo pasión contenida, reprimida, que sufren un hombre y una
mujer que descubren están siendo traicionados por sus respectivas parejas.
Viven en una pensión, un territorio cerrado que habla del Hong Kong de los años
sesenta, todavía en posesión de los británicos. Un mundo irreal que fue filmado
milagrosamente por Christoper Doyle con una sensualidad exquisita, colores que
se pueden sentir, que hablan por los protagonistas, seres silenciosos, quizá fantasmas
que viven eternamente entre esas cuatro paredes junto con otros espectros que
les envidian y les observan como nosotros.
Wong Kar-wai se encontraba en ese momento en un momento álgido de su
carrera. Había filmado, entre otras películas, Chunking Express (1994) y Fallen
Angels (1995), pero su consagración vino con In the Mood for Love. Sus personajes femeninos, herederos en buena parte
de la Nouvelle Vague francesa pero
con la elegancia, la frescura y la sofisticación asiática, resultaron
fundamentales para su éxito, En In the Mood
for Love, Maggie Cheung, luego musa y pareja de Olivier Assayas, alcanzó su
máxima cota como actriz. Acompañada por el legendario Toni Cheung, que fuma
como un Bogart Hongkonés, lanzando nubes de humo que parecen condensar su
espíritu melancólico y sus deseos ocultos, ambos forman una pareja inigualable.
Solo por el hecho de subir y bajar escaleras, mirarse, escribir juntos una
historia de marciales, cruzarse por el pasillo,
ya exhiben un encanto y un glamour solo vistos en el cine clásico norteamericano.
Junto con la soberbia fotografía y la dirección de Wong Kar-wai, capaz de capturar
los detalles, las miradas, el vacío que dejan los cuerpos al abandonar un
espacio, es necesario mencionar la banda sonora de Michael Galasso cuya belleza
y cadencia logra acentuar la estructura musical que el propio filme, llenos de rimas
y repeticiones. Otro de los hallazgos formales del filme es cómo Wong Kar-wai
logra que la escenografía hable del mundo interior de los personajes, espacios
eróticos e irreales, ligeros como un duermevela. Porque este es un filme que existe
precisamente en ese espacio intermedio, entre la vigilia y el sueño, un lugar
que por un instante creemos tocar pero que luego se desvanece. Es por ello que
necesitamos ver la película una y otra vez.
Daniel V. Villamediana
(originalmente publicado en la revista Pickpocket)

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