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jueves, noviembre 27, 2025

Frankenstein, el eterno Prometeo: el monstruo en la era de la IA

 

Mary Shelley tenía unos 20 años cuando dio vida a una de las criaturas más representativas de la literatura gótica. «Frankenstein o el moderno Prometeo» (1818) no deja de renacer, una y otra vez, en el imaginario colectivo. Ahora, con el estreno de la esperada adaptación dirigida por Guillermo del Toro (noviembre de 2025), el mito vuelve a respirar. Como todo clásico, el libro nos interpela desde el presente: los límites de la ciencia, la creación artificial de la vida, la búsqueda de la inmortalidad y el poder —a veces devastador— de las invenciones humanas. Esta novela visionaria no solo es piedra fundacional de la ciencia ficción, sino que además plantea una reflexión ética sobre la responsabilidad del creador ante su obra. Más de dos siglos después, sigue siendo una lectura necesaria, inquietante y, sobre todo, intensamente humana.



La historia es de sobra conocida: una extraña y fría noche del verano de 1816, cuando en toda Europa se estaba produciendo un siniestro fenómeno atmosférico provocado por la erupción del volcán Tambora (Indonesia), cuyo humo cegó al sol e hizo que bajaran brutalmente las temperaturas, un grupo de amigos decidió entretenerse escribiendo historias de terror. Hablamos de Lord Byron, su médico John Polidori, Mary Shelley, y su marido Percy Bysshe Shelley. Se encontraban en Villa Diodati, Suiza, una casa alquilada por Byron junto al lago Lemán donde se había refugiado tras el escandaloso divorcio de su esposa y sus numerosas deudas. Fue en aquel clima de oscuridad y de exilio donde la jovencísima Shelley comenzó a escribir Frankenstein en un momento en el que las mujeres tenían serias dificultades para ser tomadas en serio como escritoras (de hecho, tras la publicación del libro se dudó de su autoría: ¿Quién podía creer que esa joven podía haber concebido algo semejante?). Su historia personal ya hablaba de su espíritu transgresor. Se había fugado de Inglaterra con Percy (casado con otra mujer), consumía drogas, había perdido una niña tras quedarse embarazada de su amante y, claro, escribía. En realidad, fue la pérdida de su hija uno de los motivos que le hicieron concebir Frankenstein, cuyo protagonista tiene el poder de devolver la vida a los muertos.

Como cualquier otra novela, Frankenstein es también fruto de las preocupaciones y los avances de su tiempo, el siglo XIX, época de revolución industrial y de extraordinarios avances tecnológicos, como la locomotora, los barcos de vapor, los aviones, la fotografía, el telégrafo, el fonógrafo y, por supuesto, el uso de la electricidad. Un momento histórico, la Inglaterra victoriana, en el que se impuso una visión materialista del mundo. Los científicos estaban convencidos de que estaban desvelando todos los secretos de la naturaleza. Consideraban que la realidad era ante todo materia y que esta podía ser comprendida mediante rigurosas leyes. Sin embargo, en esa misma época de imparable progreso científico, momento en el cual también surgió la teoría de la evolución de Darwin, apareció una novela que cuestionaba hasta donde podía llevar la razón, productora, como dibujó pocos años antes Goya, de monstruos.

Las ideas de Shelley no surgieron así de la nada. Ya antes de su nacimiento habían llevado a cabo experimentos con la electricidad figuras como Luigi Galvani (1737-1798), Giovanni Aldini (1762-1834) y Benjamin Franklin (1706-1790). Galvini, concretamente, había dado descargas eléctricas a animales muertos para estudiar la bioelectrcidad, una imagen sin duda asombrosa: ver cómo se movían las ancas de una rana muerta gracias a aquella poderosa energía. Hubo también intensos debates sobre el origen de la vida. La electricidad, por otro lado, no dejaba de ser algo misterioso, nuevo y, al mismo tiempo, ligado al poder de la naturaleza, violenta e incontrolable.



A partir de todos estos antecedentes, tanto personales como científicos, Shelly comenzó a escribir Frankenstein gracias también a los consejos de su marido escritor, Percy, todo un personaje en su época: ateo, vegetariano, y amante del amor libre, y con el que se casó en diciembre de 1816 tras el suicidio de su primera esposa, Harriet. El resultado es un libro que tiene más de dos siglos de historia y que nos sigue cautivando a día de hoy. ¿Por qué? Aparte de la fascinación por el monstruo en sí, formado a partir de restos de cadáveres, la novela trata sobre la desmedida ambición del protagonista (primer científico loco, podríamos decir), Victor Frankenstein, figura narcisista que aspira a convertirse en un dios dando vida a la materia muerta y acabando así con el ciclo natural de existencia. Crea para ello un monstruo del que no solo queda horrorizado en el momento mismo de su creación, sino que al que rechaza sin miramientos después. Así, cuando la criatura huye, él se sentirá liberado, sin comprender lo que ha desatado. Luego, tras producirse el asesinato de su hermano pequeño William y descubrir que fue su creación quien le mató, es consciente de que él tiene responsabilidad sobre su obra, uno de los grandes temas del libro. Comienza además a entender que el monstruo tiene voluntad, raciocinio y sentimientos, y que le ha despreciado por completo.

Será precisamente cuando escuchemos las propias palabras del monstruo, contando su visión de los hechos, cuando Mary Shelley escribe sus mejores páginas. La criatura sin nombre revela que conoció el mundo desde cero, confundido e ignorante de todo. No sabía hablar, ni cómo funcionaba el mundo, ni comprendía las relaciones sociales. Pronto descubrirá que los humanos quedan espantados ante su presencia y que solo su fealdad le hará culpable. Entiende que su destino es estar solo por siempre. Pasa así de ser alguien inocente y bueno, fascinado por el mundo, a desear vengarse de su creador arrebatándole la felicidad. Tras un encuentro en la montaña y explicarle su vida, exige al científico que construya para él una compañera; si no, seguirá matando a sus seres queridos. Victor descubre entonces -una idea crucial y profética en ese momento-, que la tecnología, su creación, le está dominando por completo, igual que ahora tememos que la inteligencia artificial controle nuestras vidas. 

El doctor Frankenstein accede y se retira a una isla de Escocia para llevar a cabo sus experimentos, pero pronto renegará de su misión. No logra comprender las necesidades del monstruo y solo ve en él su potencial destructor. Teme además que pueda reproducirse con su compañera y crear una raza maldita. Destroza así brutalmente al cuerpo de la mujer en la que estaba trabajando, una escena que hoy en día podría considerarse gore. El científico imagina a la mujer que está creando como una figura demoniaca y libidinosa, a la que teme dar libertad. Hay aquí un ensañamiento que, en cierto modo, tiene ver con la visión de lo femenino del personaje de Victor. En la Inglaterra victoriana la mujer vivía en el hogar como madre y criada, alguien que no podía valerse por sí misma, mientras que el hombre se relacionaba con el mundo exterior y tenía libertad total. El propio Victor habla así de su prometida: «Me encantaba ocuparme de ella, como lo haría de mi mascota favorita». Teme que el monstruo femenino que ha creado sea más fuerte y horroroso que su creación («podría ser diez mil veces más perversa que su compañero y podría deleitarse, por puro placer, en el asesinato»). Pero sobre todo teme que pueda unirse con hombres comunes y reproducirse. Detiene entonces sus experimentos. Cuando el monstruo descubre lo que ha hecho comenzará su verdadera venganza, matando a su mejor amigo y luego a su esposa. El doctor decidirá entonces dar caza al monstruo, persecución que le llevará hasta el ártico, escena con la que comienza y finaliza en libro.

Uno de los aspectos más potentes y originales de la novela es que nos muestra también la monstruosidad y la inconsciencia del científico, un personaje que se dejó llevar por la ambición sin preguntarse por las consecuencias que tendría su obra. Este es precisamente uno de los temas que mejor aborda la última versión cinematográfica realizada de la novela de Shelley, dirigida por Guillermo del Toro para Netflix. No era una tarea fácil para el director de El laberinto del fauno adaptar nuevamente este clásico. Frankenstein ha aparecido en más 400 películas, la mayoría, es cierto, de serie B. Hasta al momento la mejor versión seguía siendo la de James Whale dirigida en 1931, a pesar de que fue la que más falseó el contenido original de la novela, creando un monstruo sin psicología alguna. Sin embargo, creó un imaginario sobre Frankenstein del que todavía no nos podemos desprender. Del Toro, por su parte, opta por volver al texto original, no solo manteniendo la estructura narrativa de la novela, que comienza en el Ártico, y dando voz al monstruo; también caracteriza como inhumano al doctor, incluso más que en el texto original, y su falta de empatía.

«Frankenstein se construye como una oscura y ambiciosa fábula que nos hace pensar también en nuestros miedos actuales, en esos nuevos monstruos que ahora ni siquiera tienen rostro».

El director de Hellboy (2004) y La forma del agua (2017) ama a los monstruos. No hay duda viendo su filmografía. Es algo que se aprecia en este filme, cuyo protagonista es tierno y vulnerable, y está próximo a la figura del buen salvaje de Jacques Rousseau, quien planteó que los seres humanos nacen puros y pacíficos. También del Toro hace físicamente más humano a Frankenstein -interpretado magníficamente por Jacob Elordi- que en la novela, donde era un criatura cuya fealdad nadie podía soportar. Aquí tenemos a un monstruo más bien byroniano, romántico. El doctor es sin embargo un maniaco obsesionado con convencer a su familia de su rectitud y, por supuesto, un hombre que juega a ser dios. Es también clave en la película el personaje de Elisabeth, interpretado por Mia Goth, quien representa la razón, la inteligencia y el equilibrio frente al exceso y la violencia; un personaje victoriano interesado en la ciencia, y cuyos vestidos de intensos azules, rojos o verdes, hacen en cierto modo de aura, revelando sus intereses y sentimientos interiores.

La estética de la película recupera el sentido gótico original aunque llevado a un cierto exceso barroco habitual en Guillermo del Toro, quien busca recrear el imaginario victoriano. Más bien podemos hablar de un trabajo de relojería por su minuciosidad escénica y su gusto por el detalle. Justamente donde más falla la película es cuando el director filma escenas creadas por ordenador, caso de la secuencia de los lobos que atacan la cabaña.

Frankenstein se construye así como una oscura y ambiciosa fábula -hay quizá demasiada intención de «hacer el mejor Frankenstein de la historia»-, que nos hace pensar también en nuestros miedos actuales, en esos nuevos monstruos que ahora ni siquiera tienen rostro, como la inteligencia artificial, y cuyos poderes van más allá de los de Frankenstein, porque son capaces de cambiar nuestra propia realidad.


Daniel V. Villamediana (originalmente publicado en Revista Lengua)


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