Vistas de página desde siempre

martes, noviembre 04, 2025

In the Mood for Love: la belleza de un cuerpo al abandonar un espacio

 


El inicio de la década del dos mil fue una época -para los que la vivimos de cerca, en presente-, extraordinariamente rica gracias a la llegada de inesperados tesoros procedentes de Oriente, obras de directores que se encontraban ya en la cúspide de sus largas carreras. Hablo de películas como Millenium Mambo (Hou Hsiao-hsien, 2001), Yiyi (Edward Yang, 2000), y el filme que nos ocupa, In the Mood for Love (Wong Kar-wai, 2000). Filmografías que nos descubrían la existencia de cines procedentes de lugares tan remotos como Hong Kong y Taiwán y que mostraban una sensibilidad y un trabajo de puesta en escena que transformaron por completo el cine de aquella década.

Recuerdo perfectamente cómo durante el Festival de San Sebastián de ese mismo año 2000 asistimos mi amigo Álvaro Arroba y yo a la proyección de In the Moood for Love, recientemente exhibida en el Festival de Cannes en una versión de última hora, todavía sin una postproducción de sonido adecuada y que el director estuvo montando hasta el último momento. Quedamos literalmente sobrecogidos ante la belleza de aquellas imágenes, barrocas y ligeras al mismo tiempo, vitales, frescas, pero al mismo tiempo con una hondura casi dolorosa. La vimos en tres ocasiones, cosa que nunca antes habíamos hecho en ningún otro festival; un testimonio de la pasión que despertó en nosotros. ¿Qué contaba en realidad In the Mood for Love? En realidad, apenas nada, o quizá todo. Se trata de un filme que surge a partir de un vacío alrededor del cual orbitan gestos, roces, texturas, colores, espejos, lluvia y humo. Una historia de amor sin consumación, solo pasión contenida, reprimida, que sufren un hombre y una mujer que descubren están siendo traicionados por sus respectivas parejas. Viven en una pensión, un territorio cerrado que habla del Hong Kong de los años sesenta, todavía en posesión de los británicos. Un mundo irreal que fue filmado milagrosamente por Christoper Doyle con una sensualidad exquisita, colores que se pueden sentir, que hablan por los protagonistas, seres silenciosos, quizá fantasmas que viven eternamente entre esas cuatro paredes junto con otros espectros que les envidian y les observan como nosotros.

Wong Kar-wai se encontraba en ese momento en un momento álgido de su carrera. Había filmado, entre otras películas, Chunking Express (1994) y Fallen Angels (1995), pero su consagración vino con In the Mood for Love. Sus personajes femeninos, herederos en buena parte de la Nouvelle Vague francesa pero con la elegancia, la frescura y la sofisticación asiática, resultaron fundamentales para su éxito, En In the Mood for Love, Maggie Cheung, luego musa y pareja de Olivier Assayas, alcanzó su máxima cota como actriz. Acompañada por el legendario Toni Cheung, que fuma como un Bogart Hongkonés, lanzando nubes de humo que parecen condensar su espíritu melancólico y sus deseos ocultos, ambos forman una pareja inigualable. Solo por el hecho de subir y bajar escaleras, mirarse, escribir juntos una historia de  marciales, cruzarse por el pasillo, ya exhiben un encanto y un glamour solo vistos en el cine clásico norteamericano.

Junto con la soberbia fotografía y la dirección de Wong Kar-wai, capaz de capturar los detalles, las miradas, el vacío que dejan los cuerpos al abandonar un espacio, es necesario mencionar la banda sonora de Michael Galasso cuya belleza y cadencia logra acentuar la estructura musical que el propio filme, llenos de rimas y repeticiones. Otro de los hallazgos formales del filme es cómo Wong Kar-wai logra que la escenografía hable del mundo interior de los personajes, espacios eróticos e irreales, ligeros como un duermevela. Porque este es un filme que existe precisamente en ese espacio intermedio, entre la vigilia y el sueño, un lugar que por un instante creemos tocar pero que luego se desvanece. Es por ello que necesitamos ver la película una y otra vez.

 

Daniel V. Villamediana

(originalmente publicado en la revista Pickpocket)

lunes, noviembre 03, 2025

Series: la dictadura de la narración

 


Lo queramos o no, la mayoría hemos sucumbido al poder de las series. Un fenómeno que tuvo su revival hace más de veinte años, cuando surgieran clásicos como Los soprano (1999) o The Wire (2002), obras de indiscutible calidad que abrieron el camino a muchas otras. Todas ellas estuvieron protagonizadas por personajes carismáticos e inolvidables, y sus tramas eran sólidas y perfectas, obra de ingeniería narrativa. El cine, de algún modo, parecía haber llegado a las series, legitimando así a actores, guionistas y realizadores de televisión, antes poco o nada valorados.
Sin embargo, estas series, aunque revolucionaron narrativamente el medio, no han ofrecido apenas innovaciones en cuanto a lo que, simplificando, caracteriza formalmente el cine: el montaje y la puesta en escena. A pesar de ello son muchos sus méritos. Fueron capaces de construir complejos universos a lo largo de decenas de horas, de tal forma que el espectador vivía inmerso en un tipo de experiencia que las películas, en general, no podían ofrecer. Por otro lado, las series perfeccionaron las técnicas de escritura de guion, desarrollando tramas y personajes con largos y fascinantes arcos de transformación. Pero, al mismo tiempo, quedaron atrapados por ello. Se produjo una dictadura de la narración, en la que las múltiples tramas, el ritmo, los cliffhanger (final en suspenso), los golpes de efecto, o los puntos de giro, fueron un fin en sí mismos. La forma de la historia, la dirección, quedó de lado.

Si se echa un vistazo a la mayor parte de las series actuales, enseguida se puede apreciar que las cuestiones relacionadas con la puesta en escena se han estandarizado. Es cierto que existen obras visual y estéticamente llamativas, caso de Severance (2022), con su atmósfera fría y kafkiana, o el delirio cromático y alucinógeno de Euphoria (2019). Pero en su mayoría las series que hoy consumimos no muestran una personalidad propia que vaya más allá de una estética llamativa, saturada de colores, y de un montaje acelerado que impide mirar las imágenes. La cuestión de fondo, cómo pensar de forma específica cada plano, un trabajo trascendental, y no reutilizar fórmulas manidas, ha quedado de lado. El fin primordial es enganchar al espectador, lo cual no tiene nada de malo en sí mismo. Sin embargo, esto ha provocado que la forma haya quedado relegada en favor del ritmo trepidante, del pánico a perder al espectador.
A pesar de todo, y con todavía mucho por visionar, sí existen algunas series que poseen un estilo propio, muchas de ellas realizadas por directores de largometrajes. El caso más emblemático es el de Twin Peaks de David Lynch, cuya tercera temporada (2017) supone el trabajo más radical y original que se haya nunca realizado para televisión. Lynch filmó un universo personal que en esta temporada se expande literalmente, formando galaxias, agujeros negros y cometas que describen los misterios de este mundo que lucha por no ser descifrado y donde la trama es agujereada, mutilada, hasta reventar el dispositivo. Quedan así imágenes imborrables, perturbadoras, que desvelan una forma única de filmar.

Hay otras series –lejos de Lynch, claro está– que también han logrado tener entidad propia. Hablo de la tercera temporada de Atlanta (2022), creada por Donald Glover y dirigida por él mismo junto con Hiro Murai. Originalmente la serie contaba la historia de un rapero y su mánager, pero en esta temporada, que transcurre en buena parte de Europa, cada episodio no sigue la trama general y se convierte en un reto y un enigma para el espectador. Hay así episodios de puro terror, otros oníricos que recuerdan a El proceso de Welles, y otros que son fantasías jurídicas donde los antiguos esclavos reclaman compensación por su pasado, arruinando así a los blancos. En esencia, se trata de una serie más bien conceptual que trata un mismo asunto pero utilizando diferentes formatos: la experiencia de ser afroamericano.
También es posible incluir la serie de ciencia ficción Devs (2020), de Alex Garland, en la que el director de Ex-machina demuestra una sensibilidad para la imagen exquisita, casi minimalista, que va acorde con un ritmo pausado e hipnótico. Un director que nos hace degustar cada plano. Es necesario también mencionar la serie Small Axe (2020) de Steve MacQueen, uno de cuyos episodios está dedicado simplemente a un baile, a la filmación de cuerpos en movimiento y al deseo que se genera entre ellos. Por último, comentar We Are Who We Are (2020) de Luca Guadagnino, una serie de adolescentes que viven en una base americana en Italia. Filmada sin un rumbo narrativo preciso, simplemente describe, en un ejercicio formal de gran belleza, y sorprendentemente fresco, la vida de un grupo de erráticos chicos.

Son algunos escasos ejemplos de series que demuestran que sí es posible huir de la dictadura de la narración y hallar un estilo personal para filmar historias. Series abiertas a la creatividad en las que se ha logrado retratar un universo propio, más allá del producto prefabricado.
Daniel V. Villamediana
(originalmente publicado en el Culturas de La Vanguardia en abril de 2023)


domingo, noviembre 02, 2025

«M. El hijo del siglo»: Manual para desmontar una democracia

 El 28 de abril de 2025 se cumplen ochenta años de la muerte de Benito Mussolini, fundador del fascismo italiano y una de las figuras sin las cuales, lamentablemente, no se puede entender el siglo XX. El académico y escritor Antonio Scurati publicó en italiano en el año 2018 el primero de los volúmenes que ha dedicado a la figura del dictador, «M. El hijo del siglo» (en español editado por Alfaguara en 2020), un éxito de ventas y ya un clásico contemporáneo que narra desde dentro el fascismo italiano utilizando documentos de época. Una obra que trata de entender cómo en apenas tres años Mussolini pasó de tener unos cientos de afiliados a hacerse con el poder mediante la violencia y el terror. Una crónica que nos muestra cómo se puede desmontar una democracia prácticamente en tiempo real y que ha sido recientemente adaptada en formato miniserie por el director Joe Wright en una de las propuestas audiovisuales más impactantes y radicales de los últimos años.




Como explicó en una entrevista el autor del M, el hijo del sigloAntonio Scurati, «elegí narrar el fascismo desde dentro, algo que no se había hecho nunca (…). Me planteé una pregunta fundamental: ¿quién era Mussolini?, ¿quiénes eran los fascistas?, ¿por qué consiguieron seducir a millones de personas?». Preguntas que en cierto modo siempre habían estado ahí pero que hasta la publicación de este libro no se habían respondido con tanta claridad ni precisión. Un tema que además todavía hoy en día continúa siendo muy problemático en Italia y que generalmente solo se había abordado de forma ideológica. El proyecto de Scurati, una proeza narrativa, fue servirse de toda clase de documentos de época, discursos, cartas, noticias, informes policiales -la materia en definitiva con la que está hecha la historia-, y los dio forma novelada, haciendo presente el pasado, un modo también de advertir sobre lo que está sucediendo en la actualidad debido al auge de los populismos y los partidos ultraconservadores. Como también dijo el autor: «El fascismo ya no es un tabú y regresa peligrosamente a ganar el terreno en la escena política italiana y no sólo la italiana, obviamente no en la forma original, pero en formas renovadas». M. El hijo del siglo (Alfaguara, 2020) es así también una advertencia, un aviso que nos ayuda a comprender mejor nuestro presente.

Mussolini es sin duda un personaje siniestro y fascinante a partes iguales. Desmedido, brutal, inteligente, hábil político, traidor, egomaníaco, oportunista, asesino y estratega. Siempre ha sido fácil caer en la caricatura cuando se habla de los dictadores, ya no digamos de Hitler, y más aún en el caso de Mussolini, conocido por el histrionismo de sus discursos. Por ese motivo el libro de Scurati se ha convertido en una obra fundamental sobre el tema, porque trata de entender, no de juzgar ni de ridiculizar los hechos, y logra que vivamos esos convulsos años veinte de forma directa.

Curiosamente Mussolini había sido primero un famoso líder socialista con un pasado un tanto turbio (huyó a Suiza para librarse del servicio militar obligatorio), y años más tarde se convirtió en director del periódico Avanti!, órgano oficial del partido socialista, del que después renegaría, lo que provocaría que fuese llamado traidor durante mucho tiempo. En este momento, 1919, y tras la primera guerra mundial, en la que participó, es cuando Scurati da comienzo a su relato. Convertido en director de su propio periódico, Il Popolo d'Italia, Mussolini aprovechó el descontento de los veteranos de guerra, gente sin trabajo, desengañada y violenta, para crear su propia organización política, los Fasci italiani di combattimento. Como el propio Mussolini dijo: «¿Acaso no se han hecho siempre las revoluciones de esta manera: armando al completo los bajos fondos sociales con pistolas y granadas de mano?». Nos encontramos en una época de profundo descontento, en una Italia empobrecida que se deslizaba hacia el abismo, asolada por huelgas, y donde el partido socialista mantenía un gran poder en las calles y tenía como modelo a Rusia, donde revolución bolchevique acababa de triunfar y derribar al zarismo. La tensión y los conflictos eran así constantes.


Mussolini pronto fue consciente de que debía utilizar ese descontento sirviéndose de un lenguaje directo y simple, y una política basada en la acción y la violencia, no en un programa. Su idea de la antipolítica fue calando hondo entre las clases más descontentas y entre los que tenían miedo de los rojos y su fuerte poder. Había además una gran frustración debido al Tratado de Versalles, ya que tras la participación en la guerra, con seiscientos mil muertos italianos, Italia apenas había recibido territorios a cambio, mientras que el resto de los aliados se repartieron las colonias de África. El pueblo se sintió estafado y humillado.

Pero el futuro Duce todavía seguía siendo uno más en la política. Entre un rey débil, Víctor Manuel III, y un gobierno inestable, solo había una figura que el pueblo siguiese respetando: el poeta Gabriele D'Annunzio, militar, héroe nacional, hombre intrépido, hedonista, y excelente aviador. Una figura que Mussolini admiraba y también envidiaba. D'Annunzio, tratando de mitigar la humillación nacional, marchó con sus propios soldados rebeldes hasta la ciudad de Fiume, situada en la costa de mar Adriático y disputada por Yugoslavia, algo que iba en contra del propio gobierno y de los tratados internacionales. Proclamó entonces la anexión de Fiume a Italia. El propio Mussolini viajará allí para granjearse su apoyo e influencia.


Mientras, los Fascios de combate seguían actuando en las calles, apaleando sindicalistas o quemando la sede del Avanti!, el periódico socialista. Pero Mussolini seguía sin lograr ampliar su base. Su idea de antipartido todavía no llegaba al pueblo y fracasó estrepitosamente en las siguientes elecciones, solo logrando 4657 votos frente a los casi dos millones de votos socialistas. Decide entonces el futuro dictador en centrarse más aun en la acción violenta para derrotar a los viejos diputados del parlamento y al comunismo, cada vez más convencido de que la revolución estaba a la vuelta de la esquina. Un miembro de los fascios lanzó granadas contra los manifestantes socialistas provocando una matanza, y la policía registrará la sedes de los Osados (antiguos soldados de asalto de élite del Regio Ejército en la Primera Guerra Mundial), de los Fascios de combate y, por supuesto, la sede del Il Popolo d'Italia, en busca de armas. Mussolini será arrestado pero saldrá apenas un día después.

Poco a poco comienza a producirse un importante cambio en las bases de los Fascio. Ya no solo lo forman veteranos y expresidiarios violentos. El giro a la derecha de Mussolini atrae a comerciantes, funcionarios estatales, y a la pequeña burguesía empobrecida por la inflación. Mussolini se centró entonces en captar a las clases medias espantadas por los avances bolcheviques. Así, cada ocasión en la que una escuadra fascista quemaba en la calle una bandera roja, cientos de pequeñoburgueses se agolpan haciendo cola ante la sede del Fascio. Se produce un efecto avalancha, y el fascismo se propaga como una epidemia. Como escribe Scurati, con su estilo directo, su afilada prosa, y su capacidad única para captar el espíritu del tiempo: «Todos los nuevos fascistas son gente que hasta ayer temblaba de miedo ante la revolución socialista, gente que vivía de miedo, comía miedo, bebía miedo, se acostaba con miedo (…) Pequeñoburgueses llenos de odio: de esta gente estará formado su ejército. Buena gente que en su fuero interno se estremece por un deseo incontrolable de sumisión a un hombre fuerte y, al mismo tiempo, de dominio sobre los indefensos». Es el miedo y el odio el germen del que surge el fascismo de Mussolini, y él estará ahí para encauzar y redirigir esos sentimientos que le llevarán al poder. Como dijo el propio dictador: «Yo soy como las bestias. Huelo el tiempo antes de que cambie».


De súbito, los campesinos también se pasaron al fascismo y el derrumbe socialista sorprendió a todos. Pero a pesar de que estos ganaron las elecciones de 1921, Mussolini logró su gran objetivo: ser por primera vez diputado en el parlamento, al que anestesiará hábilmente. Los fascistas encontraron su espacio entre el capitalismo y el comunismo, un lugar en el que muchos italianos se sentían más seguros ante tantos giros y cambios políticos. También su idea de la «Gran Italia» calaría hondo. Sin embargo, cuando luego Mussolini vio que la violencia se le iba de las manos (fueron quemadas también sedes de los católicos y republicanos) buscó un acuerdo con los socialistas, lo que le creará enemigos dentro de su propio partido, ese monstruo que ya no controla. 

Entonces decide llevar a cabo unos de sus habituales movimientos hacia delante: «La marcha sobre Roma», movilizar a decenas de miles de fascistas armados para que se dirijan hacia la capital, una forma de presionar al gobierno. En realidad, busca una negociación y que la presidencia sucumba ante el miedo, como así sucederá. El rey, intimidado, no se atreverá a firmar una orden que establecer el estado de sitio y dejará vía libre a Mussolini. Como describe Scurati: «La visión de miles de hombres negros que, surgidos de las tinieblas, marchan armados sobre la capital para conquistar el poder es una de esas antiguas profecías que basta con pronunciar para que se hagan realidad». Sus tropas se pasearán gloriosamente por Roma sin la oposición del ejército. Corre el año 1922 y Mussolini se convertirá en el primer ministro más joven del mundo. Ya no hay marcha atrás para el fascismo.


El otro gran acontecimiento dentro de la oscura trayectoria de Mussolini será la muerte de su mayor contrincante, Giacomo Matteotti, celebrado líder del partido socialista, un hombre íntegro y valiente como pocos que publicó un libro titulado Un año de dominación fascista en el que documentó 42 asesinatos, 1112 apaleamientos, palizas, lesiones, 184 edificios y viviendas destruidos, y 24 incendios de periódicos. Si hay un héroe en esta historia es sin duda Matteotti. También reveló graves asuntos de corrupción del gobierno de Mussolini. El Duce tuvo claro que su oponente debía desaparecer y mandará a uno de sus escuadrones a que lo atrapen en plena calle. Así, el 10 de junio de 1924, Matteotti, quien llevaba años ocultándose, lejos de su familia, morirá apuñalado y su cadáver será ocultado durante semanas. El escándalo fue mayúsculo y casi logró que el fascismo se viniera abajo. Provocó la conocida como «secesión del Aventino», el abandono del Parlamento por parte de todos los diputados de la oposición. Sin pretenderlo, habían creado un verdadero mártir y el pueblo dejó de apoyar a los camisas negras. Cuando luego finalmente se encuentre el cadáver, Mussolini decidirá dar otro golpe sobre la mesa e impondrá durante el año 1925 una serie de leyes cada vez más autoritarias. El hijo de un humilde herrero se hará finalmente con el poder total en Italia.

Así finaliza el primero de los libros dedicados que Scurati dedicó a la figura de Mussolini, una novela que a priori parecía inadaptable dado su volumen y la cantidad de hechos que relata. Sin embargo, los productores ejecutivos de la serie, entre ellos Paolo Sorrentino y Pablo Larraín, vieron el potencial de la novela y dieron la dirección a Joe Wright, conocido por sus excelentes adaptaciones de novelas, caso de Orgullo y prejuicio (2005). Lo primero que llama la atención de la serie es su potencia visual y su afán provocador. Mussolini, desde el minuto uno, hablará directamente con el espectador y, tras un breve discurso, nos dirá: «Os convertiréis también en fascistas». La estética de la serie busca por un lado capturar el espíritu de la época, teniendo como referente al futurismo, movimiento de vanguardia que amaba la violencia y el caos, y por otro el barroquismo propio del cine y la pintura italiana, pero llevándolo al extremo, utilizando ambientes oscuros, ángulos aberrantes y atmósferas asfixiantes. La intención es sentir la época, no solo contarla. Una serie que nos interpela directamente, como si buscara nuestra reacción.


M, el hijo del siglo muestra a Mussolini como un personaje complejo que estuvo marcado por sus relaciones personales, como la que mantuvo con Margherita Sarfatti, amante del dictador, consejera personal y mujer rica que apoyó a Mussolini desde el comienzo, y al que en cierto modo modeló hasta que dejó de controlarle. También tiene gran protagonismo en la serie Cesare Rossi, su mano derecha, tanto en el periódico como en el partido, y a quien Mussolini también traicionará, como en realidad sucederá con todas las demás personas que formaron parte de su vida, socios, mujeres, amantes y amigos. En realidad, Mussolini es una figura totalmente solitaria, enfermo de poder, y abrumado por sus propias obsesiones.

Durante los ocho episodios de la serie Joe Wright logra capturar ese mundo brutal, la década de los veinte, y hacernos comprender cómo surgió el fascismo, pero narrado de tal forma que parece más bien un manual para aprender a desmontar una democracia. No por nada, en un determinado momento de la serie, Mussolini mira directamente a cámara y dice en inglés: «Make Italy Great Again», recreando de este modo la famosa frase de Donald Trump «Make America Great Again». Estamos por tanto ante una serie anacrónica que trata de hacernos despertar a nuestro propio tiempo, igual que el libro.


Daniel V. Villamediana

(originalmente publicado en Revista Lengua)



sábado, noviembre 01, 2025

«Los chicos de la Nickel», un canto a la resistencia







En muy pocas ocasiones una novela y su adaptación cinematográfica dan como resultado dos obras sobresalientes, casi maestras. Es el caso de la ganadora del Premio Pulizter de ficción, «Los chicos de la Nickel» (Random House, 2019), escrita por Colson Whitehead, y la película homónima dirigida por el director RaMell Ross, nominada a mejor filme en la última edición (2025) de los Óscar. Una misma historia basada en hechos reales sobre el reformatorio conocido como Arthur G. Dozier, donde durante los años sesenta adolescentes afroamericanos fueron castigados brutalmente, torturados y asesinados. Escrita magistralmente por Whitehead, y considerada como una de las mejores novelas de la pasada década, el relato se centra en la vida de Elwood Curtis y su amigo Jack Turner, y su afán por sobrevivir entre la barbarie, la soledad y el racismo. Un canto a la dignidad humana, a la capacidad de resistencia, que habla de una parte de la historia norteamericana que todavía intenta salir a la luz tras llevar décadas enterrada

Por mucho que una obra literaria esté basada en hechos reales, eso no significa siempre que haya en ella algo auténtico. Es finalmente cómo se cuenta esta historia, qué punto de vista se elige, qué estilo, y qué compromiso ético tiene su autor lo que le aporta este valor. Es el caso de Los chicos de la Nickel, una novela que parece hacer hablar literalmente a los muertos del pasado, que emociona, conmueve, y horroriza a partes iguales. Una historia que hasta hace muy pocos años apenas era conocida excepto por algunos periodistas locales de la zona de Marianna, Florida. Todo cambió cuando una empresa de limpieza ambiental descubrió unas extrañas anomalías en el terreno que rodeaba el reformatorio Arthur G. Encontraron multitud de restos humanos y, Erin Kimmerle, una antropóloga forense de la Universidad del Sur de Florida, lideró un equipo de antropólogos, biólogos y arqueólogos que excavaron en un área conocida como «Boot Hill», zona que la escuela usó como cementerio durante su funcionamiento, desde el año 1900 hasta el 2011, cuando finalmente cerró. Hallaron decenas de cadáveres sin identificar, historias anónimas de chicos que habían pasado por allí, jóvenes marginales y en su mayoría huérfanos; chicos sin nadie en definitiva que pudiera reclamar por ellos. Hallaron un siglo de tumbas. 

Pero ¿quiénes eran esos adolescentes que nunca salieron del reformatorio? Durante la década de los años sesenta, cuando todavía existían una serie de leyes segregacionistas establecidas por Jim Crow en el siglo XIX, cerca de 500 niños fueron alojados en lo que ahora se conoció como la Escuela Dozier para Niños, la mayoría de ellos supuestamente por delitos menores como hurtos, absentismo escolar o fugas de casa. También se enviaban a niños huérfanos y abandonados a la escuela. En realidad, cualquiera podía acabar allí, y más todavía si eras un chico negro sin recursos. 

La cifra total de las víctimas es incierta y hasta el momento se tiene constancia de que casi 100 chicos murieron en Dozier entre 1900 y 1973, algunos de ellos por heridas de bala o traumatismos por objeto contundente. Como contó públicamente en 2017 uno de los exalumnos, Bryant Middleton, podías ser golpeado por infracciones que incluían comer moras de una cerca o pronunciar mal el nombre de un maestro. Una justicia ciega, azarosa y brutal, que aterrorizó a estos niños todavía traumatizados décadas después. El propio Middleton dijo: «He visto muchas cosas a lo largo de mi vida. Mucha brutalidad, mucho horror, mucha muerte (…) Preferiría que me enviaran de vuelta a las selvas de Vietnam antes que pasar un solo día en la Florida School for Boys». 


Algunos de los supervivientes formaron en 2009 un grupo llamado los Chicos de la Casa Blanca, precisamente el lugar donde se producían las palizas, para denunciar los maltratos que vivieron en la escuela. Sin embargo, por aquel entonces, el fiscal estatal de Florida se negó a hacer nada al respecto argumentando que la mayor parte de los trabajadores del centro ya habían fallecido. Pero a fuerza de acumular testimonios, en el año 2011, el Departamento de Justicia de EE.UU investigó y reconoció los excesos cometidos en la escuela. Hicieron falta cien años para que esto sucediera. 


El escritor Colson Whitehead se encontró con este asunto por casualidad mientras estaba consultando Twitter y comenzó a obsesionase con el tema. Después del éxito El Ferrocarril subterráneo (2017), por el que también recibió Premio Pulitzer de Ficción, el escritor afroamericano no pretendía hacer otro libro sobre esclavitud y racismo, pero cuando descubrió esta historia ya no pudo abandonarla, como si todos esos chicos le estuvieran pidiendo que les diera voz. Curiosamente, nunca quiso visitar el lugar. «Cuanto más me adentraba y más escribía sobre Elwood y Turner, mis dos personajes principales, más tenía una sensación de verdadero pavor físico y rabia al pensar en el lugar. Y entonces me di cuenta de que no iba a ir». Y no lo hizo. Sin embargo, creó un texto magistral, escrito con una voz tan clara y auténtica que cautiva desde las primeras páginas, cuando se describe la vida del joven y prometedor protagonista de la novela: Elwood Curtis, un estudiante aplicado y responsable que vivía solo con su abuela y que en su tiempo libre escuchaba una y otra vez los discursos de Martin Luther King; más exactamente, los interiorizó hasta hacerlos suyos, hasta sufrirlos en su propia carne.


Tal y como se cuenta en la novela, Elwood residía a trescientos setenta kilómetros al sur de Atlanta, en Tallahassee. Todos le conocían por ser un estudiante aplicado, aunque quizá demasiado ingenuo, que trabajaba de vez en cuando como lavaplatos y luego en un pequeño establecimiento. De hecho, «muchos blancos le hacían ofertas de trabajo, sabedores de que era un muchacho diligente y con la cabeza sobre los hombros». Sus padres le habían abandonado cuando tenía seis años, en mitad de la noche, y no había vuelto a tener noticias de ellos. Quizá por este motivo tenía un sentido propio de la justica y del deber, que no compartía con otros chicos. De hecho, en realidad, esta actitud le metería en muchos problemas. 


Pronto aprendió que había un mundo para los blancos y un mundo para los negros, y que estos no podían traspasar determinados límites. Las fronteras estaban ahí, a cada paso: restaurantes, parques de atracciones, hoteles, baños, etc. No ceder el paso a un blanco en una calle podía provocar que tus huesos acabaran en la cárcel. 


Al ser un alumno brillante, se le ofreció matricularse en la Melvin Griggs Technical, la universidad para negros del sur de Tallahassee. Era la oportunidad de su vida, y fue precisamente mientras caminaba hacia su destino cuando, haciendo autostop, subió sin saberlo a un coche robado. Solo por estar en el lugar equivocado fue enviado al reformatorio de la Nickel, el nombre del centro en la novela. 


Una de las cosas más sorprendentes del libro de Whitehead es que muchas de las situaciones más dramáticas, como esta, quedan fuera de la narración. Son agujeros negros que marcan su vida, pero que no vemos, huyendo del patetismo y la descripción descarnada de la violencia, que en realidad lo ocupará todo en la vida de Elwood. Así, sin cambiar su estilo de escritura, preciso, sencillo, profundo, con frases en las que incluso aflora una cierta belleza, el escritor comienza a contar la nueva vida de Elwood en un lugar cuyas reglas desconoce, muchas de ellas sin sentido. Ya no le sirve ser un buen chico. En un primer momento pensó que quizá aquello no estaba tan mal, que podría seguir estudiando. Sería duro, pero podría aguantar el tipo, hasta que descubrió que sus compañeros eran analfabetos y que nadie le iba enseñar nada, más allá de cómo sobrevivir y resistir a la fuerza bruta o a los cambios de humor de sus jefes blancos. Será justamente su sentimiento de justicia lo que provocará su primera caída en desgracia. Tras intentar ayudar a un niño que estaba siendo golpeado en un baño, recibirá una paliza por parte de los agresores. Solo por eso fue considerado culpable y llevado en mitad de la noche a la siniestra Casa Blanca. Las cicatrices y el miedo ya nunca le abandonarían. Por suerte se había hecho amigo de Jack Turner, el otro protagonista de la novela, escéptico, forjado en la violencia, y alguien alejado de los ideales que Elwood había aprendido de Luther King. En cierto modo, ambos amigos, a pesar de sus diferencias, se convertirían en uno solo. Una forma de sobrellevar la soledad y el dolor. 


Los chicos de la Nickel también trabajaban en el campo o hacían encargos en el pueblo, pintar, o llevar comida del centro que se revendía ilegalmente a otros locales. Sin embargo, nadie intentaba escapar, porque sabían que les perseguirían como a perros y luego les pegarían un tiro. Si te atrapaban, te llevaban a la llamada «Fábrica de Helados», llamada así porque de allí tu piel salía de todos los colores, y después te metían una celda oscura durante un par de semanas para que meditaras sobre su actitud.


Otro de los aspectos más relevantes de la novela son sus saltos temporales, que nos permiten conocer al Elwood del futuro, dueño ahora de una empresa de mudanzas en Nueva York. De vez en cuando el Elwood adulto rastrea por Internet para ver qué nueva información hay sobre el viejo reformatorio, todavía traumatizado por lo vivido, sin saber cómo procesarlo. Se encontrará uno de sus excompañeros de la Nickel, pero huirá de él temiendo que atraiga más aun ese turbio pasado a su nueva vida. 


Durante su estancia en la Nickel, Elwood nunca se dio por vencido. Una de sus formas de resistencia fue ir apuntando cada cosa que sucedía en el reformatorio, los trabajos gratuitos que hacían, las torturas, la desaparición de un chico boxeador que no cayó en el ring en el asalto acordado. Vio su oportunidad de hacer algo con todo aquello cuando supo que iba a haber una inspección estatal. Quería entregar una carta a uno de esos blancos explicando todo lo que sucedía allí. ¿Podría confiar en ellos? Intentó entregarla, pero no fue capaz, y Turner quien vino en su ayuda. Entregó a uno de los inspectores un periódico con la carta dentro.  


Cuando se descubrió lo que Elwood había hecho, le golpearon y le metieron en una celda oscura sin luz, un lugar asfixiante. Turner, sabiendo que iban a matar a su amigo, al que admiraba profundamente por su capacidad de resistencia, por no dejarse doblegar, decidió ayudarle a escapar. Juntos robaron unas bicicletas y huyeron, hasta que unas pocas horas más tarde vieron aparecer una furgoneta que les perseguía. Era de la Nickel. Corrieron por el campo hasta que uno de los jefes blancos les disparó. Elwood cayó al suelo mientras que Turner conseguiría escapar hacia una nueva vida. Después, tomó el nombre de su amigo muerto, un homenaje, pero también una forma de crearse una nueva identidad, en la que Elwood y Turner serían uno solo. 


Madalina Stefan y Daniel V. Villamediana

(publicado originalmente en Revista Lengua)


martes, noviembre 05, 2024

LAS SIETE VIDAS DE MAX VON SPIEGEL


 Las siete vidas de Max von Spiegelde Daniel V. Villamediana,
publicada por Ediciones B, Penguin Random House, 
ya en librerías.

 

Una ingeniosa novela que narra las aventuras de un cineasta que intenta sobrevivir a las inclemencias de una Europa entre guerras. 

 


¿Quién es Max von Spiegel?

¿Un pícaro? ¿Un farsante?

¿Un hombre en busca de su verdadera identidad?

La historia de este director de cine empieza en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, donde deja atrás su nombre real. Tras sobrevivir a la contienda, decide comenzar una nueva vida en la República de Weimar que le lleva a participar en la producción de la película Metropolis. Allí, el gran Fritz Lang se convierte en su maestro, pero también en su rival, y cuando los nazis lo persigan, no le quedará más remedio que huir a España.

Con la cámara bajo el brazo, hasta el mismísimo Caudillo le abrirá las puertas del palacio de El Pardo. Pero las aventuras de Spiegel no acabarán ahí: espionaje, traición y el amor por el cine terminarán llevándolo hasta Hollywood, donde podría encontrar por fin el anhelado éxito…, aunque antes tendrá que enfrentarse una vez más a su acérrimo enemigo Lang.

miércoles, septiembre 27, 2023

Historia del Documental musical/Rockumentary

 







Escrito por Daniel V. Villamediana. Originalmente publicado en Rockdelux. Especial verano 2023

lunes, septiembre 04, 2023

Encrucijada: Franciso Regueiro en la cultura española





(Escrito por Daniel V. Villamediana. Publicado originalmente en el libro: Francisco Regueiro. La importancia del demonio. Edición de Álvaro Arroba y Fernando Ganzo. Athenaica ediciones, 2018)
 

Series: la dictadura de la narración

 

Series: la dictadura de la narración



Lo queramos o no, la mayoría hemos sucumbido al poder de las series. Un fenómeno que tuvo su revival hace más de veinte años, cuando surgieran clásicos como Los soprano (1999) o The Wire (2002), obras de indiscutible calidad que abrieron el camino a muchas otras. Todas ellas estuvieron protagonizadas por personajes carismáticos e inolvidables, y sus tramas eran sólidas y perfectas, obra de ingeniería narrativa. El cine, de algún modo, parecía haber llegado a las series, legitimando así a actores, guionistas y realizadores de televisión, antes poco o nada valorados. Sin embargo, estas series, aunque revolucionaron narrativamente el medio, no han ofrecido apenas innovaciones en cuanto a lo que, simplificando, caracteriza formalmente el cine: el montaje y la puesta en escena. A pesar de ello son muchos sus méritos. Fueron capaces de construir  complejos universos a lo largo de decenas de horas, de tal forma que el espectador vivía inmerso en un tipo de experiencia que las películas, en general, no podían ofrecer. Por otro lado, las series perfeccionaron las técnicas de escritura de guión, desarrollando tramas y personajes con largos y fascinantes arcos de transformación. Pero, al mismo tiempo, quedaron atrapados por ello. Se produjo una dictadora de la narración, en la que las múltiples tramas, el ritmo, los cliffhanger, los golpes de efecto, o los puntos de giro, fueron un fin en sí mismos. La forma de la historia, la dirección, quedó de lado.
Si se echa un vistazo a la mayor parte de las series actuales, en seguida se puede apreciar que las cuestiones relacionadas con la puesta en escena se han estandarizado. Es cierto que existen obras visual y estéticamente llamativas, caso de Severance (2022), con su atmósfera fría y kafkiana, o el delirio cromático y alucinógeno de Euphoria (2019). Pero en su mayoría las series que hoy consumismos no muestran una personalidad propia que vaya más allá de una estética llamativa, saturada de colores, y de un montaje acelerado que impide mirar las imágenes. La cuestión de fondo, cómo pensar de forma específica cada plano, un trabajo trascendental, y no reutilizar fórmulas manidas, ha quedado de lado. El fin primordial es enganchar al espectador, lo cual no tiene nada de malo en sí mismo. Sin embargo, esto ha provocado que la forma haya quedado relegada en favor del ritmo trepidante, del pánico a perder al espectador.
A pesar de todo, y con todavía mucho por visionar, sí existen algunas series que poseen un estilo propio, muchas de ellas realizadas por directores de largometrajes. El caso más emblemático es el de Twin Peaks de David Lynch, cuya tercera temporada (2017) supone el trabajo más radical y original que se haya nunca realizado para televisión. Lynch filmó un universo personal que en esta temporada se expande literalmente, formando galaxias, agujeros negros y cometas que describen los misterios de este mundo que lucha por no ser descifrado y donde la trama es agujereada, mutilada, hasta reventar el dispositivo. Quedan así ante imágenes imborrables, perturbadoras, que desvelan una forma única de filmar.
Hay otras series -lejos de Lynch, claro está- que también han logrado tener entidad propia. Hablo de la tercera temporada de Atlanta (2022), creada por Doland Glover y dirigida por él mismo junto con Hiro Murai. Originalmente la serie contaba la historia de un rapero y su mánager, pero en esta temporada, que trascurre en buena parte de Europa, cada episodio no sigue la trama general y se convierte en un reto y en un enigma para el espectador. Hay así episodios de puro terror, otros oníricos que recuerdan a El proceso de Welles, y otros que son fantasías jurídicas en la que los antiguos esclavos reclaman compensación por su pasado, arruinando así a los blancos. En esencia, se trata de una serie más bien conceptual que trata un mismo asunto pero utilizando diferentes formatos: la experiencia de ser afroamericano.
También es posible incluir la serie de ciencia ficción Devs (2020), de Alex Garland, en la que el director de Ex-machina demuestra una sensibilidad para la imagen exquisita, casi minimalista, que va acorde con un ritmo pausado e hipnótico. Un director que nos hace degustar cada plano. Es necesario mencionar la serie Small Axe (2020) de Steve MacQueen, uno de cuyos episodios está dedicado simplemente a un baile, a la filmación de cuerpos en movimiento y al deseo que se genera entre ellos. Por último comentar We Are Who We Are (2020) de Luca Guadagnino, una serie de adolescentes que viven en una base americana en Italia. Filmada sin un rumbo narrativo preciso, simplemente describe, en un ejercicio formal de gran belleza, y sorprendentemente fresco, la vida de un grupo de erráticos chicos.
Son algunos escasos ejemplos de series que demuestran que sí es posible huir de la dictadura de la narración y hallar un estilo personal para filmar historias. Series abiertas a la creatividad en las que se ha logrado retratar un universo propio, más allá del producto prefabricado.


Daniel V. Villamediana

(Publicado originalmente en Culturas de La Vanguardia 29/04/2023)