En su visita al festival, Víctor Erice volvió a lamentar que El sur (1983) sea una obra inacabada, escindida, por razones ajenas a su voluntad. La segunda mitad nunca rodada del filme, aquella que se avanzaba en el título y debía transcurrir en Andalucía, es de algún modo evocada en La vida sublime, una película que empieza a llenar ese simbólico vacío del cine español y recorre el sur en busca de una épica perdida. En su segundo largometraje, Daniel V. Villamediana no pretende, sin embargo, convocar la nostalgia, recurrir al guiño cinéfilo y obsesionarse en lo que pudo ser y no fue. Lo suyo es más bien la crónica de una búsqueda: la de un personaje (Víctor, primo del director) que parte desde Valladolid hasta Cádiz para hallar respuestas sobre los actos de su abuelo, “El Cuco”.
Esa búsqueda es fácilmente equiparable a la del mismo Villamediana (también nieto en la vida real de “El Cuco”, ya fallecido) que viaja persiguiendo tanto su identidad familiar como su identidad como cineasta tras El brau blau (2008), su estimable debut. Conviene señalar que, aunque compartan protagonista, poco tienen que ver ambas películas. Si en su ópera prima, el director vallisoletano mostraba sus deudas con cierto cine del silencio -donde Lisandro Alonso sería el máximo referente-, aquí se le ve mucho más confiado, siendo capaz de huir de una planificación calculada y atreviéndose, literalmente, a hablar. La Palabra es, pues, invocada en una película construida en base a los diálogos que mantiene el protagonista con distintos personajes que le ilustran en su camino.
Confiando en la fuerza de cada uno de los individuos que aparecen en el filme (las conversaciones son improvisadas, no provienen de un guión cerrado) y dejándose llevar por la intuición del rodaje, Villamediana forja una obra tan bella como imperfecta en la que se apela, sin patriotismos exacerbados, a una cierta idea de la españolidad y se persigue comprender, a su vez, la idiosincrasia de cada paisaje y de sus gentes. La vida sublime queda, entonces, como una película orgullosa y adusta, también transparente, que nos deja entrever a través de la figura del paseante los distintos colores de la tierra, yendo del ocre castellano al blanco andaluz e incluso convocando una cierta abstracción visual en la que el espacio se deforma, reinventándose al son de una evocadora música de órgano.
Por Carles Matamoros (extracto crónica de Gijón 2010 en el número 407 de Dirigido por)
1 comentario:
Me gusto mucho el protagonista, creo que tiene mucho sentido de vida. Ademas hizo una gran actuacion. Gracias por representarnos tanto.
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