A contracorriente del cine de autor de las últimas décadas, Eric Rohmer, recientemente fallecido, pertenecía a esa escasa estirpe de cineastas optimistas que no han buscado epatar al espectador mediante la violencia, el maltrato de sus protagonistas o las fantasías neuróticas del yo del director, sino que retrataron las historias de la vida y en la vida. La vitalidad, honestidad y belleza de sus películas muestran una posición ante el cine y ante el mundo terriblemente valiosa: dar la oportunidad al espectador de juzgar, de mirar y de escuchar con absoluta transparencia. Pero de su cine es tan interesante apreciar el resultado cómo comprender de qué modo llegó a él. Curiosamente, lo que dio origen a ese planteamiento estético y ético fue, entre otros motivos, su visión cristiana de la realidad, que le llevó a realizar ese cine transparente y tan lúcido. Rohmer se preguntaba: “¿cómo el arte, producto humano, podrá igualar a la naturaleza, obra divina? No hay nada que supere a la revelación, en el universo, de la mano del Creador”. De esta guisa, buscó la forma más directa y pura de plasmar esa vida que tenemos delante, sin retocarla apenas para la ficción, filmando el brillo de las cosas en su estado natural. Por ello, su filmografía, a lo largo de las décadas, fue un camino de depuración, de liberación de elementos estéticos y de producción innecesarios (en filmes como El rayo verde, 1986, apenas eran cinco personas de equipo para un rodaje en 35mm).
Trabajador incansable, resulta ejemplar y edificante verle trabajar durante sus filmes haciendo absolutamente de todo, desde servirse de sus manos como claqueta, mover una dolly con ochenta años, o barrer un set. Era un director que no buscaba ni quería el poder del que busca estar en lo más alto de un escalafón irreal, sino formar parte de un equipo y lograr esa invisibilidad tanto dentro del rodaje como a la hora de filmar inmerso en la realidad. Cuando vemos Cuento de verano (1996), nos fascina ver cómo filma, no desde fuera, sino en medio de las cosas. Sus escenas de playa son únicas justamente porque no adapta esa playa a su rodaje, sino que su equipo se adapta y se pierde dentro de la muchedumbre. De ahí la frescura de sus imágenes y su capacidad para captar las luces, los cambios climáticos, y las palabras de sus protagonistas. Prácticamente no utilizaba luz artificial, nunca en exteriores, e integraba a sus personajes siempre en un entorno físico muy concreto, definido, para mejor comprender la historia y los personajes. Hombres y mujeres integrados en un lugar único.
Pero evidentemente el cine de Eric Rohmer es sobre todo conocido por la utilización de la palabra, siempre presente, acción en sí misma, elemento de comunicación, de entretenimiento, de diversión, de expresión de inteligencia y conocimiento. Sus filmes aúnan el ensayo con la comedia, con el cuento moral, con el drama de parejas, con lo documental, de forma natural y espontánea. El discurso nunca choca con la ficción, porque es el discurso de sus personajes, no algo que el director quiera imponernos. La palabra constante es preciosa por sí misma, por esa verosimilitud y esa inteligencia. El antiguo crítico de los Cahiers du Cinema y padre de la Nouvelle Vague, pronto se dio cuenta, ya en tempranas películas como La coleccionista (1967), que era necesario dejar de hacer un cine con diálogos principalmente “necesarios” (útiles narrativamente), y que había que trabajar con lo “verosímil”, con conversaciones en ocasiones sin función narrativa clara, que no hacen avanzar la acción, pero que expresan todo lo demás, lo que el cine habitualmente se deja fuera.
Justamente los pack recientemente editados por el sello Intermedio nos sirven para apreciar y disfrutar dos de las tendencias que su cine ha desarrollado a lo largo de su vida. En el primer cofre, Rohmer París, se reúnen su primer filme, El signo del león (1959), sus primeros cortos, La carrera de Suzanne y Les rendez-vous de Paris. Para terminar de redondear este cofre de materiales inéditos, también se acompaña con el documental, Louis Lumière (1968), fundamental diálogo sobre el cine de los Lumière con Henri Langlois y Jean Renoir, entrevistados por el propio Rohmer. Todas las ficciones del pack suponen ya el comienzo de algunos de los temas predilectos de Rohmer. En su primer largometraje ya vemos su interés por el azar como elemento que gobierna nuestras vidas y que nos ofrece siempre distintas oportunidades que nosotros podemos utilizar de un modo u otro. En el resto de los trabajos, Rohmer comienza a trabajar estas historias leves, pero al mismo irresistibles por su encanto y siempre profundas en su tratamiento. El amor, la moralidad, la infidelidad, las dudas, son retratados sin gravedad y con absoluta fidelidad.
En el segundo pack, editado también por primera vez en España, la película Perceval le Gallois (1978) forma parte de esta segunda tendencia del cine de Rohmer y que le entronca con su faceta de adaptador literario “literal”, en cuanto que sus representaciones tratan directamente con el texto, siempre recitado, y en este caso mediante una puesta en escena justificadamente artificiosa, maravillosamente infantil, de un mundo de cartón piedra. En esta obra, como en su último filme, Les amours d'Astrée et de Céladon (2007), aunque en este caso con escenarios naturales, Rohmer quiere trabajar directamente sobre el texto sin ocultar su origen literario y medieval, retratando la pureza y la inocencia que transmiten sus páginas. Dentro de esta tendencia no realista, podríamos ubicar también su cine histórico, que desarrolló intensamente durante sus últimos años de vida. En La inglesa y el duque (2001) y Triple agente (2004), Rohmer replanteó algunos aspectos más polémicos de la historia de Francia mediante un original trabajo de interiores y decorados (en el caso de La inglesa, fondos digitalizados), innovando completamente respecto a las fórmulas convencionales de representación de la historia en el cine, todavía asignatura pendiente.
Eric Rohmer ha sido uno de los cineastas más coherentes, vitales e inteligentes que ha dado el cine. Sus películas, plenas de acción, de palabras, de conflictos morales, forman uno de los pilares más sólidos de la historia del cine. Sin duda, fue un director tocado por la gracia.
DANIEL V. VILLAMEDIANA
(Originalmente publicado en el Culturas de La Vanguardia)