La leyenda de LETRAS DE CINE
En 1998, un extraño grupo de alumnos inadaptados decidió, de forma
espontánea, editar una revista con un nombre sin duda original: “Letras
de cine”. Los motivos que les llevaron a realizar esta penosa empresa
siguen sin estar claros y todavía existen ciertas controversias entre
los biógrafos.
Lo que resulta evidente es que aquel grupo no podía haber surgido
sino hubiese sido por una inquebrantable —y para muchos irritante—
amistad cinéfila, y el trabajo extraordinario de uno de sus principales
miembros.
Este ínclito miembro, con las iniciales AA, tenía un talento
prodigioso, único: podía conseguir cualquier película que se le pidiera.
La red de contactos, muchos de ellos sin rostro conocido, ya que se
carteaba con ellos, era asombrosa. En realidad, pero esto solo lo
supimos cuando ya era demasiado tarde, formaba parte más bien de una
oscura secta sin nombre (lo que la hacía más peligrosa), que manejaba no
solo películas apenas vistas, sino incluso en ocasiones jamás
realizadas. Todas ellas eran denominadas por este grupo como
“Incunables”. AA era así una peculiar mezcla entre sacerdote supremo,
pues oficiaba las ceremonias de visionados, y de Hermes, mensajero de
los dioses.
Pero detengámonos un momento en el contexto tecnológico: 1998.
Durante estos años, al menos en esta ciudad situada en mitad del páramo
del espanto, tal y como lo denominó con justicia Val del Omar, no
existía más que el formato VHS para poder visionar películas. Los 0s y
1s, o sea, el mundo digital, todavía no habían logrado atravesar el río
Pisuerga. La modernidad, incluso ahora, se encontró con un muro de aguas
infranqueables y especialmente turbias.
Era así necesario realizar copias mecánicamente. Para ello
—recordemos para las futuras e ignorantes generaciones— hacía falta
disponer de, al menos, dos reproductores de VHS unidos mediante una
compleja red de cables que no siempre era sencillo conectar. Estos,
además, tenían nombres difíciles de memorizar: RCA, Euroconector,
minijack, trifásico, enchufe, y otros que, efectivamente, ya he
olvidado.
La pregunta que surge ahora es: ¿cómo era posible que tuvieran dos o
cuatro VHS? En realidad, AA y sus seguidores no poseían tal cantidad de
reproductores; el tipo apenas tenía dinero para comprar un bonobús. Por
suerte, los fundadores de la revista “Letras de cine” sí contaban con
las instalaciones —a las que pocos conseguían acceder, dado que se
encontraban perdidas en un laberíntico sótano— de la vieja Cátedra de
cine de la universidad de Valladolid.
Sobre esta Cátedra habría mucho que hablar, pero solo mencionaremos
que esta sí fue creada por un verdadero sacerdote, el padre Staehlin,
teórico del cine y en sus ratos libres censor franquista, que tenía un
fino talento para convertir a Ingmar Bergman en cristiano solo cambiando
el doblaje de las películas del maestro sueco que pasaban por sus
venosas manos.
Pero volvamos a AA y a sus aprendices de brujo. La Cátedra y sus
administradores, totalmente ignorantes de las verdaderas intenciones de
aquel grupo, dieron graciosamente las llaves de la sala de visionados a
los miembros de “Letras de cine”. Estos, sin pensárselo dos veces, pues
delinquir para ellos era como respirar, sobre todo para AA y DV (IDA era
más prudente), se servían de las cabinas de visionado para conectar a
varios reproductores VHS entre sí y realizar copias. A veces se
realizaban tantas copias a la vez —dado que había cerca de ocho VHS en
la sala— que aquello parecía la torre de Franskentein llena de aparatos
chispeando imágenes. Todo ello dirigido por un científico loco y sus
ayudantes. La idea, en el fondo, era la misma: dar vida a películas ya
muertas.
El VHS era un formato delicado, frágil e inestable. Había que
quererlo. Una cinta se podía romper con facilidad. Entonces, mediante un
destornillador, era necesario abrir la caja que contenía la cinta y
pegar con celo los extremos rotos. Aquel proceso, en el que DV era
especialista, provocaba que de su frente cayeran grandes gotas de sudor
sobre la cinta, provocando que aquellos filmes vieran sus imágenes
transformadas por el ADN del improvisado reparador.
Bien, como decía, allí se realizaban numerosas copias. Estas luego
servían para traficar con coleccionistas de todo el mundo, entre los
cuales destacaba “Jolusava”, el hombre de los 9.000 VHS (cifra mágica
donde las hubiera). Aquellos cinéfilos habían antes enviado sus listados
—escritos, por supuesto, en máquina de escribir— a AA, y este, a su
vez, les había enviado los títulos que poseía. De esta forma, el grupo
de “Letras de cine” pudo hacerse con innumerables incunables: películas
de Robert Bresson, Jean-Luc Godard, Jean-Marie Straub y Danièle Huillet,
Yasujiro Ozu, Abbas Kiarostami, Kenji Mizoguchi o Luis Buñuel, que
cambiaron por siempre su cinefilia. Incluso se logró obtener copias de
películas que se creían totalmente extintas, caso de
Fear and Desire (1953) de Stanley Kubrick.
Verlas era un verdadero acto de iniciación y de fe, ya que muchas de
ellas estaban subtituladas en idiomas desconocidos e indescifrables. Por
este motivo, el grupo aprendió a mirar las imágenes sin entender el
argumento de las películas; algo que sería definitivo en su comprensión
futura del cine.
Pero también es necesario contar que aquel sistema de copiado tenía
sus límites. Las películas, según su grano y borrosidad, podían ser
segundas, terceras o cuartas copias de un original. Había así casos en
los que casi era imposible ver las imágenes y la fe de los cinéfilos
debía ser mucho mayor. Ya no solo era necesario descifrar los planos,
sino que había que creer en las imágenes para poder verlas. Esta sería
otras de las características que definirían a los futuros programadores,
críticos, productores y directores (¡y hasta extraordinarios
funcionarios!) que formaron parte del grupo original de “Letras de
cine”.
Por tanto, dentro del mercado negro del pirateo en VHS, las películas
se valoraban dependiendo de si eran una copia lejana o próxima al
original. Un original que, en ocasiones, parecía haberse perdido por
siempre… y del que ya solo existían nuestras copias borrosas que se
asemejaban más bien a perversos sueños cinéfilos. Copias que también
eran verdaderos palimpsestos, ya que a fuerza de grabar y regrabar sobre
ellas, las imágenes de películas previas se mezclaban con las más
actuales, creando fenómenos y efectos que más de un director
experimental habría deseado para sus obras.
Fue en este contexto tecnológico donde surgió aquel grupo fundador de
la revista “Letras de cine”. Grupo que también se vio fuertemente
influenciado por la presencia de grandes sumos sacerdotes que traían
dentro de sus carteras de cuero desgastado diversos incunables. Era el
caso de famosos estudiosos como SZ, quienes, en un acto de suprema
generosidad, compartieron aquellas joyas con los irritantes jovenzuelos.
Cintas que transformaron su forma de comprender el cine.
Las conversaciones en el seno de aquel grupo también fueron
fundamentales. Largas horas de disputas en las que se producían graves
controversias, dignas de un sínodo episcopal, que mostraban las
distintas formas ver el cine que cada miembro iba cultivando. Los había
obsesionados con las películas de la república de Weimar, otros por Sam
Peckinpah, otros por Orson Welles, otros por John Ford, por Alfred
Hitchcock, Lars von Trier… Otros hasta escuchaban a Carlos Pumares por
la radio. El grupo no podía ser así más dispar.
Lo más relevante fue que aquel grupo cinéfilo comenzó a publicar sus
textos en aquella gris ciudad poca dada a las alegrías pero desbordada
por las imágenes que corrían libremente por los páramos que rodeaban
Valladolid.
Un foco de resistencia cuyo trabajo duraría hasta el año 2006. Ocho
años de esfuerzos, en los que a medida que el mundo digital hacía su
aparición igual que un nuevo dios, sacaron a la luz cineastas de los que
nadie había oído hablar. Nombres que aún hoy en día casi ninguno de
ellos es capaz todavía de pronunciar. Este fue el camino, y todavía
sigue dando sus frutos.
Así, los que vieron, luego hicieron ver.
Muchas gracias a todos los fundadores y a todos los colaboradores de “Letras de cine” por su valioso trabajo.
Daniel V. Villamediana
(artículo originalmente publicado en la revista Transit)