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jueves, mayo 26, 2011

EL CINE Y EL MÁS ALLÁ

El extraño caso de Angélica es la última película de Manoel de Oliveira, y aunque logre realizar varias más, lo seguirá siendo. Un guión que lleva cincuenta años esperando poder ser realizado, una historia de fantasmas basada en un hecho real (de joven, Oliveira, tuvo que fotografiar el cadáver de una bella difunta) y la cercanía de la muerte del director, componen una película sobre la muerte y la vida que hay tras ella; una alucinación en definitiva sobre un fotógrafo (un portugués sefardí) que se da cuenta de que tras los fotogramas hay otro mundo, un abismo desde el que nos miran y nos observan.

Si el cine es un arte sobre muertos que siguen en pie décadas después de haber dejado el mundo real, Oliveira añade la idea de que esos muertos, esos cuerpos embalsamados antiguamente por el celuloide y ahora por números digitales, tienen el poder de mirarnos y de guardar memoria de nosotros. Son dos mundos que se retroalimentan. El cine como una puerta que conecta hacia otra dimensión, que cuando se traspasa, deja mella, heridas, obsesiones. Es entonces cuando se deja de distinguir a los vivos de los muertos. Por ello, El extraño caso de Angélica es el filme más extraño de la filmografía del director portugués. Sus encuadres, los más perfectos realizados por un cineasta vivo, son únicos, irrepetibles, cárceles donde están encerrados sus personajes, cuya psicología se ha dejado de lado. Sus protagonistas viven ya en otro mundo que no conecta con la realidad, y las únicas voces que les atraen son las de los muertos o las del pasado (ese canto tradicional del grupo de labradores). El fotógrafo es alguien que ya está perdido. Su primera aparición en el filme es cuando busca en la radio sonidos de otros mundos que sintoniza en busca de una señal, que finalmente encontrará en el acto de mirar mediante una cámara. Más que un amor, encuentra una puerta hacia otra dimensión. Encontrar algo móvil dentro de lo inmóvil (una mirada viva en un cuerpo muerto), esa paradoja, es la que lo llevará hacia la revelación: las cosas no son como las vemos con los ojos, si no como las percibimos con los ojos del espíritu, que no sabe de fronteras.

Cuando al final de la película el fotógrafo muere, deja de lado su cuerpo, que cae como un saco de tierra al suelo, y camina sin vacilar hacia ella. ¿Pero quién es ella? Solo sonríe, y esa sonrisa, por instantes inquietante, nos hace pensar en “la muerte” camuflada en el rostro de una bella mujer. Una mujer dulce, una muerte bella, pero en realidad, esa “ella”, más que una mujer concreta, es simplemente la obsesión que hace que el protagonista camine hacia el abismo. Y cuando uno se introduce en el abismo solo hay dos salidas: o la extinción o el descubrimiento. Cuando se produce esto último, como sucede en la película, el arte de embalsamar muertos, el cinematógrafo, se revela como un camino espiritual que nos permite ver lo invisible dentro de lo visible. Un arte, que, a fuerza de mirar, permite comunicarnos con el mundo de lo intangible, donde creaciones, personajes, muertos, pasado, cine, se confunden, y como si se tratara de un relato lovecraftniano, ese umbral que ha comunicado dos dimensiones, permite que nosotros les veamos y que ellos nos miren, nos reconozcan y, finalmente, nos llamen por nuestro verdadero nombre.

DANIEL V. VILLAMEDIANA

(Artículo originalmente publicado en el Culturas de La Vanguardia)