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martes, julio 29, 2008

EL ÚLTIMO ESPECTADOR: HOMENAJE A JOLUSAVA (I)

Es 24 de julio y me acaban de comunicar el fallecimiento de un amigo, José Luis Sánchez Vázquez. Sin ninguna relación profesional con el cine (hasta su jubilación fue un simple profesor de matemáticas), José Luis fue el espectador perfecto. Un cinéfilo en todo el sentido de la palabra. En todos los años que le traté no llegué a conocerle ninguna fobia. Al contrario, parecía interesarle todo, desde Marilyn Monroe a Stan Brakhage, desde Pietro Germi a los seriales del cine mudo (cuyas ediciones argentinas en VHS perseguía sin descanso). Primero en Super 8, luego en VHS, finalmente en DVD (sorprendentemente nunca le llegó a interesar el e-mule ni el divx), consiguió atesorar una videoteca con cerca de 20.000 títulos. Lo grababa todo a través del satélite y, cuando él no podía, se lo hacía algún amigo que vivía en Francia o Italia. Desde un rincón de Galicia, esa videoteca fue la fuente básica para la formación de muchos cinéfilos españoles. También el último recurso para muchos festivales y publicaciones que precisaban de alguna copia inencontrable por los medios convencionales. Por lo que sé, nunca escribió sobre cine ni programó ninguna sala o festival (más allá de su etapa como cineclubista de una pequeña ciudad en los años sesenta y setenta). Y sin embargo, pese a que no haya dejado huellas rastreables, su influencia ha sido muy superior a la que podamos legar algún día los que nos dedicamos profesionalmente a este mundo. Acostumbra a decir Álvaro Arroba que Internet es la versión moderna de la Biblioteca de Alejandría. Pues bien, antes de Internet teníamos a José Luis, siempre dispuesto a facilitar esa copia que necesitábamos, a intercambiar grabaciones. Un espectador perfecto, decía, aunque sus circunstancias personales le dificultasen la asistencia normalizada a una sala de cine. Si de lo que se trata es de ver cine, él consiguió superar todos los obstáculos para verlo todo. El cómo nunca le preocupó, lo importante para José Luis fue ver y atesorar el cine.


JAIME PENA

(fragmento de un artículo de El Amante, nº 195, agosto 2008)

lunes, julio 28, 2008

EL COLECCIONISTA 3: IGLESIA



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viernes, julio 25, 2008

CONTRA JUDD APATOW... ELEGIMOS CUERPOS: ¡VIVA EL CINE DE ACTOR!


MUNDOS PARALELOS

Sabido es que algunas de las mejores novelas norteamericanas de los últimos años han aparecido en forma de cómic. En una de ellas, titulada Jimmy Corrigan, de Chris Ware, el protagonista es un tipo apocado, abocado a una existencia grisácea y paranoide, cuyos días transcurren entre el aburrimiento y la ensoñación… hasta que se le ocurre visitar a su padre, al que no conoce. Esta mezcla de poética del absurdo y querencia por la filiación, por los orígenes, en principio objetivos no demasiado compatibles en el marco de una estética de lo freak, caracteriza buena parte del cine americano reciente. El año pasado se estrenó Junebug, de Phil Morrison, que transformaba todo eso en una fábula campestre donde Raymond Carver se daba la mano con Samuel Beckett, por otra parte el santo patrón de Gus van Sant en experiencias como Gerry. Nunca se podrá calibrar con precisión la enorme influencia del irlándés en la literatura y el cine contemporáneos, pero si hay un campo en el que su magisterio toma forma contundente es el de la nueva comedia americana.

Decía hace poco en otro lugar que uno de los rasgos mayores de este género hoy día es la sustitución de la tensión sexual típica de la comedia clásica por la relación paterno-filial, cuya cima hasta el momento es Noche en el museo, donde la obsesión por la procedencia ya no sólo se localiza en el Padre sino también en los Padres de la Patria, y cuya contrapartida sería En busca de la felicidad, su lado falsamente melodramático. Por ello podríamos también hablar aquí de una realidad virtual no tanto en relación con los videojuegos, como ocurre en el cine de acción, cuanto con una suerte de territorio irreconocible, extraño incluso a los ojos de sus propios habitantes, cuyo desajuste mental va más allá de la alienación de los setenta, con la que observa no pocas relaciones, para dispararse en una dirección mucho más lejana: la sombra del pasado es tan alargada que no deja emerger el presente, lo cual da lugar ya no a la melancolía, sino a la perplejidad. Por eso la comedia americana a partir de los noventa tiene su centro en el actor, más que en el director, pues su terreno de juego es el rostro, todavía más que el cuerpo: el reciclado Bill Murray, Ben Stiller, Adam Sandler, Will Ferrell o Jack Black, cada uno de ellos en registros diferentes, aportan una gestualidad de estirpe beckettiana que procede también de Buster Keaton, que a su vez sustituiría así a Chaplin en el olimpo de determinadas referencias hollywoodienses: no en vano Film, dirigida por Beckett, disponía del autor de Siete ocasiones como fetiche icónico.

Por supuesto, es fácil detectar todo eso en la tendencia, digamos, cool de ese tipo de comedia, cuyos estandartes más prestigiosos serían Lost in Translation, de Sophia Coppola, y Flores rotas, de Jim Jarmusch, ambas con la presencia estelar de Bill Murray, o incluso Punch-Drunk Love, de Paul Thomas Anderson, con Adam Sandler. Pero no lo es tanto en los ejemplares más extremos y provocativos, sobre todo desde el momento en que se presentan como productos de consumo adolescente o nerd, cuando no ambas cosas a la vez. Porque en esos objetos no identificados aún por la mayor parte de la crítica se ocultan verdaderos volcanes del extrañamiento más salvaje. En ellos, tanto los rostros de ese nuevo star-system como la propia concepción de las imágenes actúan como un muro de contención contra la mirada escrutadora del espectador. La impasibilidad no es tal, sino más bien histrionismo reconcentrado, presto a un estallido que a veces se produce y a veces no. Y lo mismo para el diseño de superficies –nunca como en estos casos la pantalla ha sido más plana y unidimensional--, que proviene de las películas de Jerry Lewis y encuentra su vertiente más intelectualizada, por ahora, también en Punch Drunk Love.

Es fácil citar Life Aquatic y otras películas de Wes Anderson en este sentido, aunque su lado cool cada vez aparece más hipertrofiado, de la misma manera en que no lo es tanto recurrir a Richard Linklater y Jared Hess, quizá los más radicales, pues ahí no hay coartada que valga frente a la crudeza del panorama que dibujan: la insolidaridad del hombre contemporáneo frente a su propio entorno, su desubicación absoluta incluso en el terreno virtual de la imagen, su condición de “no-lugar” en lugares cada vez más definidos. Contrariamente a la tradición yanqui que empieza en Monte Hellman, vocero del existencialismo beckettiano, incluso Van Sant vuelve la trama del revés y convierte Esperando a Godot o El expulsado en recipientes donde la energía negativa proviene de los habitantes, no del habitáculo. Mientras el protagonista sin nombre de algunos cuentos de Beckett es un ser pensante cuya conciencia pesa demasiado en una civilización que cuelga del vacío, Jack Black en Escuela de rock, de Linklanter, o en Super Nacho, de Hess, es una máscara tras la cual se oculta la nada, el todo de una tradición y del gran espectáculo capitalista urbano o suburbano. Por ello Una pandilla de pelotas, también de Linklater, es tan revolucionaria: incluso Billy Bob Thornton resulta ser una nimiedad en comparación con todo lo que le rodea. Y en Super Nacho, la aglomeración de referentes –de El Santo-El enmascarado de Plata a las fábulas rurales de Pasolini— deja sin resuello al protagonista, de modo que en vez de no-lugares quizá podamos empezar a hablar ya de no-personas.

La extrañeza que producen esas comedias bastardas proviene de su situación geográfica respecto al universo conocido. Ocurren en un espacio mental en el que circulan imágenes y palabras, contornos y ecos que sólo muy lejanamente se parecen a lo que algunos denominan la realidad real. Deforman lo que miran para que sea a la vez reconocible e inquietante, como en los relatos de Robert Walser, y para que el espectador también se sienta alejado de todo eso a medida que se adentra en ello, de manera que la comedia norteamericana actual recoge su tradición para pervertirla y reconvertirla en el último grito de cierta cultura europea: es el mismo cruce que se produce en la obra maestra de este género hasta el momento, el Inland Empire de David Lynch, donde los pasillos de Edward Hopper conducen a los senderos que se bifurcan de Jorge Luis Borges, otro ilustre europeo extraño de sí mismo.


CARLOS LOSILLA


miércoles, julio 23, 2008

martes, julio 22, 2008

ELOGIO DEL DVD


¿QUÉ HEMOS HECHO NOSOTROS PARA MERECER ESTO?

Defensa e ilustración de la edición en DVD


“Si alguien piensa que la Filmoteca X es una elección inmejorable, se equivoca”. Pocas veces un eslogan publicitario (pensado, como tantos otros, para ser entendido al revés) que más de uno de nuestros lectores habrá reconocido de inmediato, ha resultado ser tan cierto. No sólo porque en la aludida colección de DVDs se den la mano los filmes más o menos importantes con otros claramente prescindibles, cuestión opinable sin duda, sino, sobre todo, por la ínfima calidad editorial con la que se presentan algunas de las piezas incluidas en la misma. Como suele decirse, para muestra vale un botón: si algún incauto desembolsa la nada despreciable cantidad que se le exige para obtener una copia DVD de la eximia obra maestra de Jean Renoir, The River, comprobará con sus propios ojos que está ante un material de pésima calidad, ante una copia cuyos colores originales han pasado a mejor vida y que, por si fuera poco, se presenta adulterada en su banda sonora. Una rápida comparación, al alcance de cualquier internauta, con la versión del mismo filme editada por Criterion en USA, a partir de la copia recientemente restaurada, permite evaluar lo que se pierde el cinéfilo local y la burla a la que se somete a las expectativas razonables de un espectador medianamente formado. ¿Alguien se imagina que se pudieran adquirir en las librerías ediciones de, pongamos, Don Quijote de la Mancha, en las que apenas fuese visible el texto? Pero la comparación ni siquiera es buena porque en una obra cinematográfica la calidad de la fotografía, la nitidez de sus colores, el respeto del formato en que la obra fue concebida, forman la carne y la sangre misma de la dimensión creativa de la obra, cosa que está lejos de suceder con la dimensión tipográfica de la obra literaria.

La razón que guía el exabrupto anterior no es otra que alertar al sufrido consumidor cinematográfico de que el mundo de las ediciones en DVD está plagado de abominaciones sin nombre (que coexisten, es verdad, con excelentes ediciones) de las que una de las más curiosas consiste en la decisión de algunas multinacionales de eliminar los subtítulos en castellano de alguna de sus obras más importantes (hay películas de John Ford, de Billy Wilder, de Howard Hawks, afectadas por esta política inexplicable) aunque eso sí a cambio de obtenerlos en serbocroata, polaco, turco, finlandés y toda una variedad lingüística que hace pensar si acaso se trata de ediciones pensadas para nuestra creciente población inmigrante o de una sutil manera de tratar de convertir al español medio en un avanzado políglota. Menos mal que uno puede agenciarse estas películas en el mercado norteamericano -Internet mediante- donde sí que se editan (a la fuerza ahorcan) con sus correspondientes subtítulos en español (y costando, dicho sea de paso, bastante menos que entre nosotros). No menos aberrante resulta ser la edición de películas con subtítulos no removibles (aunque en algunos casos esto se deba a imposiciones leoninas de las casas poseedoras de los derechos originales y a una gestión rácana y provinciana de los mismos) despreciando la posibilidad que ofrece el formato de permitir apreciar la imagen sin ningún tipo de molesta interferencia.

En este contexto hay que señalar la curiosa paradoja que vive el mundo de la edición en DVD. Por un lado, nunca ha habido tantas y tan raras (permítaseme la expresión en aras de la rapidez) películas a disposición del consumidor atento. Por otro, la plétora de filmes (más de uno y de dos cuya edición entre nosotros era casi impensable no ha muchos años) se ve empañada por la escasa calidad de muchas de las ediciones, algunas de las cuales colocan al consumidor ante la tentación de acudir al juzgado de guardia. Desde ediciones cuyo visionado original deja traslucir el origen videográfico de su master de partida (véase, por ejemplo, las copias de, por ejemplo, Love Affair o Fort Apache que circulan entre nosotros) hasta otras pomposamente presentadas como “remasterizadas” y que ocultan una deleznable y vetusta copia que más parece rescatada de un basurero como sucede con la recientemente publicada El hombre tranquilo (que además se presenta sin los imprescindibles subtítulos y con una banda sonora en estado comatoso).

Aunque no sea este el momento de aducir la necesidad de rehabilitar la práctica de la filología fílmica (y aquí habría que entrar a saco con las famosas “versiones restauradas” o sometidas al denominado director’s cut) si que conviene advertir que no sólo algunos filmes esenciales se ponen a disposición de espectador en copias que dejan mucho que desear (de nuevo un solo botón: el caso de Ciudadano Kane; adquieran la copia editada por Waener en USA si quieren saber quien era, de verdad, un tal Gregg Toland) sino que algunas aparecen en versiones mutiladas de manera brutal. Dos casos señeros: Los cuatrocientos golpes, que goza del dudoso privilegio no sólo de estar cortada, sino de presentar una banda sonora en castellano y unos subtítulos que se corresponden con la versión censurada que circuló antaño entre nosotros; El ángel exterminador, que se presenta en una versión convenientemente “afeitada”, a la que se le han extirpado las esenciales repeticiones de determinadas escenas que tanto divertían a Buñuel. Aunque para ser justos, habría que señalar que en este último caso, lo mismo sucede con las copias en 35 mm. que se exhiben por toda España, como prueba la hilarante escena acaecida en una reciente emisión de Versión española (en esta caso el programa debería haber cambiado su nombre por el de Versión mexicana) en la que la redicha presentadora nos advirtió de que circulaban por ahí copias espurias de la película del maestro aragonés, para, de inmediato, proceder a emitir una copia mutilada. Por la boca muere el pez.

Por eso sólo me queda desear buena suerte al sufrido consumidor y, si tiene tiempo y conexión a Internet que eche una ojeada a páginas como la canadiense www.dvdbeaver.com en la que podrá acceder a jugosas comparaciones entre ediciones alternativas. Y que no descarte la posibilidad de agenciarse un lector multizona al que sacarle chispas aprovechando que, de momento, el euro está ganando la batalla del cambio al dólar.


SANTOS ZUNZUNEGUI

domingo, julio 20, 2008

"EL BRAU BLAU" DE DANIEL V. VILLAMEDIANA - LA PRIMERA PELÍCULA DE "LETRAS DE CINE"

¡El teletipo de LETRAS DE CINE vomita noticias albricias!


EL BRAU BLAU
(El toro azul), una película de Daniel V. Villamediana, ha sido seleccionada para la prestigiosa sección oficial Cineastas del presente de la 61ª edición del Festival de LOCARNO que se desarrollará del 6 al 16 del próximo mes de agosto.Es el único filme español a concurso.

El brau blau producida por Eddie Saeta y El toro azul producciones, es el primer filme del crítico, guionista y fundador de la revista Letras de cine, Daniel V. Villamediana, nacido en Valladolid en 1975 y afincado en Barcelona.

La película rehabilita el mundo de los toros para el cine aproximándonos a su más pura esencia; a su lado más primitivo. El filme realiza un riguroso y poético seguimiento del día a día de un joven obsesionado con la técnica del toreo y con José Tomás. Aislado en una masía, practica el toreo interior, un toreo sin toro que se convierte para él en un camino espiritual.

Pasando de lo documental a la ficción más excéntrica e irreal,
El brau blau afronta un territorio ausente de tópicos en el que el cuerpo, la piedra, el viento, el acero, se transforman en verdaderos protagonistas de un viaje solitario y pleno.

El brau blau
tiene previsto su estreno en España en otoño de 2008 y se inscribe dentro de la línea de un nuevo cine de autor que surge desde Cataluña, y que llega a audiencias internacionales a través de prestigiosos festivales cinematográficos como el de Locarno.



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sábado, julio 19, 2008

EL COLECCIONISTA 2: CAUCES



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EL COLECCIONISTA 1: VENTANAS



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viernes, julio 18, 2008

COMMERCIAL GUCCI - DAVID LYNCH

Después de James Gray... Blondie otra vez. Y basta de anuncios sobre los 80 por favor, son todos todos todos, basura nostálgica impostada y autocomplacencia peterpanesca pura y dura.

Commercial for fragance Gucci by Gucci, features models Raquel Zimmerman, Natasha Poly and Freja Beha Erichsen, Soundtrack: 'Heart of Glass' by by Blondie, Directed by David Lynch.


CLICK 1 - MADRID: NO MAN'S LAND

click



miércoles, julio 16, 2008

SERIE 1: LOS MISTERIOS DE LA CÁBALA














ELECTION Y ELECTION 2

"Sólo por la forma, la norma

Pueden la música o las palabras lograr

La quietud, como un jarrón chino

En su quietud se mueve perpetuamente".

T. S. Eliot



Debemos volver, gustosamente, sobre el cine de género, ese territorio apátrida y transfronterizo pero plenamente consciente de su identidad y sus lenguajes. Hoy, cuando parece ya insalvable el abismo que separa las formas no reconciliadas del cine-entretenimiento y el cine-arte, es más necesario que nunca que el género (se) piense como uno de los caminos posibles para derogar el apartheid intelectual que recluye a la imagen-pensamiento en museos e internet (bienvenidos sean estos nuevos cauces pero no nos conformemos sólo con ellos). Godard dijo que el cine debe abandonar los lugares en los que está para dirigirse a aquellos en los que no está y ahora, aunque suene paradójico, debe reconquistar la sala de cine (como espacio, no como rito). Parece indudable que el vibrante nuevo primitivismo del cine-arte, con su sencillez conceptual de difusos contornos narrativos, su hibridación con otras artes o su búsqueda instintiva de libertad, se ha mostrado incapaz de atraer a un espectador contaminado por viejas (y venerables) tradiciones fílmicas al que se ha convencido de que toda información es documento y toda narración, ficción. Incapaz, en primer lugar, porque no ha podido encontrar una pantalla (de cine) pero también porque no ha logrado mantener la mirada de ese espectador ajeno por completo, salvo por unos cuantos títulos, a la historia y evolución de las formas cinematográficas. ¿Puede el género, cierto cine de género, convertirse en ese “país suplementario” (Daney) en el que podamos encontrarnos unos y otros? ¿Pueden Johnnie To, David Cronenberg, Michael Mann, Arnaud Desplechin, Clint Eastwood, M. Night Shyamalan o Kiyoshi Kurosawa ofrecer ese primer lugar, exigente pero accesible, en el que un nuevo espectador encuentre solaz y reflexión por igual y a partir del cual pueda adentrarse en las sucesivas estancias de la institución cine?


El díptico maestro de Johnnie To sobre el submundo de las tríadas de Hong Kong —Election (2005) y Election 2 (2006) — se sitúa de lleno en la dinámica esbozada por estas preguntas. El género nunca ha dejado de reinventarse a sí mismo pero, más allá de acercamientos crepusculares o simplemente nostálgicos, Johnnie To se encuentra inmerso en un deslumbrante proceso de regeneración en el que el género ya no sería tanto un recipiente mítico de temas y arquetipos como un dispensador de códigos con los que poner en forma una nueva realidad (1). “Lo que vive del tema, muere con él. Lo que vive en el lenguaje, vive con él” escribió Karl Kraus y, como siguiendo sus palabras, el género ya no vive hoy en sus temas sino en sus formas por lo que la postura política del cineasta ha abandonado —si es que alguna vez estuvo allí— el plano de la historia y todo mensaje para instalarse definitivamente en su discurso, en su propia materia fílmica. En este sentido, el To de las Election se mueve en coordenadas similares al Cronenberg de Una historia de Violencia (2005) al no juzgar jamás a unos personajes cubiertos por un halo de trágica predestinación: al ser mostradas asépticamente, cuanto más cruentas y despiadadas son sus acciones, más morales se vuelven. La violencia se aleja así de la simulación estetizada de un John Woo o del exploitation tarantiniano al presentar las acciones y sus efectos con la suficiente distancia moral y la necesaria (y explícita) cercanía formal. Este puede ser el motivo de que se haya acusado a To, y en menor medida a Cronenberg, de ciertas indefinición y atracción hacia los sujetos violentos que retratan. Muy al contrario, To desmitifica valientemente las tríadas y su universo autónomo —y anacrónico, aunque estos gánsters del siglo XXI se hagan ricos pirateando DVD— y lo hace manteniendo la misma distancia crítica con la que cuestionó a la Police Tactical Unit de Hong Kong en la fascinante PTU (2003), el más claro referente de las Election por su negrura formal y moral.


Como consecuencia de esta traslación del eje moral, los códigos genéricos se convierten en una especie de sutra o decálogo que no hay tanto que cumplir como cuestionar, subvertir, extremar. Al fin y al cabo el género ya es en sí mismo una liturgia y, como en todas las ceremonias, es la repetición ritual la que a través de sutiles variaciones rítmicas y armónicas conduce a la revelación (lo que podría explicar, además, la atención entre fascinada e irónica de Johnnie To por los rituales secretos de las tríadas en los que encontraría un reflejo de los rituales genéricos). “Sólo por la forma, la norma”, decía T. S. Eliot, es posible alcanzar la quietud y aunque el thriller pudiera parecer, en principio, un terreno poco propicio para ello en los últimos años varias películas han apuntado en esa dirección: las Election o PTU, por supuesto, pero también Corrupción en Miami (Mann, 2006), Invisible Waves (Ratanaruang, 2005), Infernal Affairs (Lau y Mak, 2002) o la ya mencionada Una historia de Violencia. Todas ellas se alejan de la espectacularización y acumulación postmodernas —que To, por ejemplo, parece rozar con menor fortuna en Exiled (2006) — para apostar decididamente por el ascetismo y la progresiva afinación de los rituales genéricos. Hace ya unos años y al respecto de The Mission (1999), Stephen Teo afirmó que Johnnie To había llevado el cine de acción de Hong Kong a un estado de “reposo y madurez" (2), pero no será hasta seis años después con las Election —para mí sus obras máximas— que To habría alcanzado la quietud y depuración extremas, de raigambre clásica pero clara vocación contemporánea, a las que sólo aspiran los grandes cineastas.


No es posible comenzar de nuevo, y menos aún en el universo cerrado —aunque no estanco— del género, por lo que es inevitable e incluso conveniente “sentarse sobre las espaldas de sus antecesores” según la gráfica expresión de Popper. Es normal, por tanto, que la vocación contemporánea de Johnnie To se construya orgánicamente sobre las rememoración y evocación conscientes (que no nostálgicas) de la historia de las formas genéricas (ese es el presente continuo al que se refería Serge Daney en Perseverancia cuando afirmaba que el cine es el arte del presente “y cuando no lo es, no es cine y punto”). To armoniza varias tradiciones de género que, a pesar de la insistencia de ciertos cronistas cinematográficos (3), van más allá del cine norteamericano y remiten no sólo a la tradición del cine de Hong Kong —desde el cine negro al Wuxia Pian— sino también a la frialdad moral y tonal del Polar francés (4) o a la larga tradición del cine japonés, tanto al género Yakuza —el tratamiento clásico del rostro, el uso del teleobjetivo y del scope de un Fukasaku— como al Chambara de Masaki Kobayashi —el encuadre y la frontalidad de Harakiri (1962), por ejemplo— o Akira Kurosawa a quien To profesa admiración confesa y dedicó Throw Down (2004). Esta marcada influencia japonesa en el cine de To me hace pensar en un artículo fundacional de André Bazin sobre Rashômon (1950), en el que argumentaba que la “japonesidad” de Kurosawa provenía de la elección del tema, el uso expresionista del sonido, la gestión rítmica de la acción o el estilo trágico de la interpretación (5). Más de cincuenta años después esas mismas palabras podrían aplicarse fácilmente a Johnnie To lo que nos recuerda, una vez más, que el arte no progresa (no evoluciona), simplemente muta (se regenera).


JOSÉ MANUEL LÓPEZ FERNÁNDEZ


1. Para To, Election es una especie de “película de gánsters de una nueva era de Hong Kong que mira atrás hacia su entrega [a China] en 1997” (http://www.hkcinemagic.com), y esta nueva realidad de la ex colonia británica se deja notar aún más en Election 2. Hay que tener en cuenta que To creó su propia productora —Milkyway Image— en 1996, cuando otros talentos del cine hongkonés emigraban a EE.UU. y la crisis amenazaba la industria ante el inminente cambio de estatus de Hong Kong.


2. TEO, Stephen. “The code of The Mission” , 2001.


3. Por ejemplo, Carlos Boyero afirmó de Election: “Describe con un lenguaje que trata de imitar el del cine norteamericano la batalla por la sucesión entre los dos aspirantes al trono del Padrino” y su contraparte Oti Rodríguez Marchante fue aún más reduccionista: “Después de El padrino, el vacío". Ambas frases se incluyen, sorprendentemente, en el dossier de prensa español de Election.


4. Según http://www.varietyasiaonline.com, To va a dirigir un remake en lengua inglesa de El círculo rojo (Le Cercle rouge, 1970) de Jean-Pierre Melville.


5. Citado en ZUNZUNEGUI, Santos. “Entre la superficie y la profundidad. El arte cinematográfico de Akira Kurosawa” Nosferatu 44-45. Diciembre 2003.

CELULOIDE Y TRANSFORMACIÓN


“Si los filmes ‘perfectos’, enteros y sin tocar, ocupan un extremo del espectro del metraje encontrado, y el montaje de este ocupa el medio, entonces en el otro extremo están los filmes con metraje que ha sido rayado, raspado, perforado, pintado, teñido, blanqueado, alterado químicamente o sujeto a diferentes técnicas de impresión óptica que cambian radicalmente su apariencia”. William C. Wees en Recycled Images, The Art and Politics of Found Footage Films (1993).


Si a uno, sin esperarlo, así, de improviso, le preguntaran qué opina del cine, qué puede decir de él, lo conociera o no, mucho o poco, hubiera visto mil películas, cien, tres o ninguna, comerciales, exóticas o independientes, melodramas o de autor, de Steven Spielberg, Hans Richter o Pedro Almodóvar, protagonizadas por Tom Cruise, Victoria Abril, Steve Buscemi o Kiki de Montparnasse, con fotografía de Sven Nykvist o música de Alberto Iglesias, seguro que, sin tiempo para rumiarlo, para responder con rapidez y no quedar como un idiota, diría, de un modo u otro, casi con toda seguridad, en cualquier situación, lugar, momento o circunstancia, lo mismo: que es una forma de representación, otra más entre tantas, que sirve para contar historias y desatar normalmente emociones aunque, eso sí, a través de imágenes en movimiento. Con un comienzo, con un desarrollo y con un final. Respondiendo, en definitiva, al estándar que Hollywood nos ha ido inoculando con perseverancia y, porqué no decirlo, expectativas (de todos los colores; comerciales, en especial), hasta que hemos dejado de apreciar, sin darnos cuenta, las mil y una variantes que el cine ha ido dejando a su paso más allá de la estructura clásica narrativa, omnipresente y cegadora, excluyente y tan familiar, a la que nos ha ido acostumbrando: desde Kipho, de Guido Seeber, ya en 1936, a trabajos mucho más actuales como Outer Space, de Peter Tscherkassy (1999), pasando por la obra de Stan Brakhage, Phil Solomon, Ian Helliwell o Brian L. Frye; de las películas abstractas de Len Lye, Mary Ellen Bute o Ted Nemeth en los años 30, 40 y 50, a los experimentos más radicales de Fluxus, con George Maciunas y Paul Sharits al frente, o los juegos de sincronía de Oskar Fischinger o los hermanos John y James Whitney. Hay tantas expresiones, manifestaciones del cine experimental menos ortodoxo de las que apenas sabemos ni conocemos nada que, llegados ya a este punto, avergüenza descubrir que todavía pueda quedar tanta belleza oculta, todavía más, mucha más, por conocer y descubrir: la que resulta sobretodo de la transformación del celuloide -nitrato de celulosa: un producto químico, a fin de cuentas- cuando es sometido a procesos de alteración, erosión, deterioro, perforación, exposición y/o degradación.


La historia es lo de menos


Tal vez sea Decasia, del cineasta norteamericano Bill Morrison, la película que mejor representa esta tendencia tan arraigada históricamente en el cine experimental. Definida como una hermosa y distópica oda a la creación y la decadencia, esta pieza de orfebrería visual, estructurada en tres actos, juega con los recursos propios del cine de vanguardia y del "metraje encontrado". Una insólita joya que consolida el matrimonio entre música y arte audiovisual cuya arrebatadora belleza remite lo mismo a Berlín, sinfonía de una gran ciudad (1927), de Walter Ruttmann, que al trabajo de Jack Smith o Phil Solomon. Bill Morrison no filmó Decasia, la montó. Encontró rollos de celuloide en alto grado de descomposición en los archivos del Museo de Arte Moderno de Nueva York y la Universidad de Carolina del Sur, y se puso a trabajar inmediatamente con ellos, a mezclarlos y reordenarlos, a estudiar sus texturas y los efectos y grados del deterioro y la putrefacción en el rollo, sin seguir una línea temática porque no hacía falta: la protagonista de esta película no es la imagen sino la materia del celuloide mismo. Tomas de archivo y hongos. Nada más. La apuesta de Morrison es radical y su resultado, fascinante: la fusión entre las evocadoras imágenes y la banda sonora compuesta por Michael Gordon, co-fundador de "Bang on a Can", desemboca en una lenta meditación sobre la mortalidad donde la degradación del celuloide manda e interactúa con las imágenes filmadas provocando momentos estelares como un combate de boxeo entre un púgil y los hongos que se le echan encima o un carrusel que parece presa de un incendio. Evidentemente, el boxeador no luchaba contra los hongos ni el carrusel iba a quemarse pero la degradación provoca ese extraño efecto, casi mágico, y las consecuencias en pantalla son hermosas, perturbadoras y muy confusas. La descomposición altera la imagen pero no la destruye: una imagen da paso a otra, distinta a la original, donde la intención la pone quien la elige (aquí, el propio Morrison) o quien la ve (el espectador), pero cuyo sentido ya no puede nunca ser el mismo. Jamás. El inevitable recuerdo de una imagen filmada con anterioridad deriva en la apropiación y la utilización de esa misma imagen dentro de un contexto totalmente diferente. En su reciclaje.


Algo nuevo surgirá


Apropiación, deconstrucción y transformación. He aquí los tres mandamientos que han abonado e impulsado buena parte de la práctica del cine experimental. Decasia es solo un ejemplo pero hay muchísimos más. El inglés Ian Helliwell presentó hace cinco años Particle Acceleration, una explosión de ruido y color, de apariencia protopsicodélica. Helliwell aplica tinta y lejía directamente sobre la película para crear este vertiginoso viaje, que a la vez nos recuerda la importancia de la artesanía en el cine experimental y abstracto. Como lo hace Ere erera baleibu icik subua aruaren…, del español José Antonio Sistiaga: un largometraje pintado en su totalidad directamente sobre celuloide transparente de 35 mm y sin elementos figurativos (el único hasta 1970 de estas características). O Rumpelstilzchen, de Jurgen Reble, obra perteneciente a su época del grupo Schmelzdahin creada con metraje de una copia S8 de una película de serie B de los años 50, sobre el relato homónimo de los hermanos Grimm. Cuando Reble la finalizó en 1989 habían pasado varios meses desde que su material base había sido abandonado a la intemperie, colgado de los árboles o enterrado en alguna parte de su jardín, y revisado solo para la práctica de distintos tratamientos químicos. Al borde de la desintegración de su emulsión o potenciada bajo capas de espesos reactivos capaces de convertir el blanco y negro en color, Rumpelstilzchen anula todo tipo de narración representativa, atrayendo la atención sobre el proceso de proyección de luz a través de un rollo de película. La establecida noción de cine como la sucesión de fotografías se abandona por la aparición de formas cromáticas abstractas sin límites espaciales diseccionadas por el obturador y proyectadas una a continuación de la otra, sin orden aparente. Provocando un efecto tan hipnótico y poco común como el que provoca Oona’s Veil, de Brian L Frye, con las únicas imágenes jamás rodadas de Oona O'Neill, actriz que aparece en su único cásting y que inmediatamente después se convertiría en mujer de Charles Chaplin para no volver a trabajar nunca. Cinco películas muy distintas entre sí, pero unidas en su mayor propósito: tensionar las condiciones de representación cinematográfica convencional al poner en crisis -y en evidencia- los dispositivos utilizados por los discursos hegemónicos.


PABLO G. POLITE

EL CINE DE PEDRO COSTA

Siluetas que recitan


Hace unos meses, con motivo del estreno de Inland Empire de David Lynch, la crítica partidaria del cine de autor decidió llegar a un pacto de alianza con los admiradores del cine fantástico, partidarios del cine de género. Juntos acabaron escribiendo que la película de Lynch era “inquietante y fascinante”. Más allá de la presencia de estos dos adjetivos repetidos hasta la saciedad, los análisis en torno a los elementos de singularidad de la película fueron escasos y las reflexiones sobre sus aportaciones expresivas dentro del panorama del cine contemporáneo brillaron por la ausencia. Inland Empire fascina porque abre las puertas hacia otro cine, pero casi nadie se atreve a especular sobre el modelo concreto de cine al que remite. Inland Empire inquieta porque rompe, en apariencia, con las leyes de la racionalidad y define nuevos caminos de exploración de lo siniestro. Sin embargo, casi nadie reflexiona sobre el verdadero significado que adquiere la travesía que Lynch a través del espejo y del modo como disloca esa idea de imagen-tiempo, que Gilles Deleuze vaticinó como arquetipo de la modernidad cinematográfica. La incapacidad por articular un auténtico discurso crítico en torno a la película ha servido para que se situara dentro de ese extraño muestrario de obras de culto que resultan incomprensibles para los mortales, por que no tienen donde agarrase. Frente a un modelo de cine ante el que los parámetros de análisis tradicionales han resultado obsoletos y ante el que se imponen nuevas formas de pensamiento, es preciso buscar nuevas formas de escritura y reflexión. Inland empire no es una película incomprensible. Lynch cuenta una historia, pero con la particularidad de que su relato no funciona como una obra cerrada sino como una propuesta de sentido. A partir de su trama es posible llevar a cabo múltiples recorridos que exigen sacar el cine del propio cine y acercarlo a las obras de arte de su contemporaneidad.

La impotencia crítica generada en torno a Inland Empire puede hacerse también efectiva ante la última película de Pedro Costa, Juventude em marcha, otra gran obra radical. A diferencia de Lynch, Pedro Costa no es un director de culto para los cinéfilos posmodernos que aún sueñan con el paraíso perdido del cine de género, ni es un director complaciente con las estéticas dominantes. Desde O sangue (1989) se ha configurado como un cineasta de la pobreza, como un autor que penetra en el miserabilismo para dignificarlo y llevar a cabo un retrato provocador para el bienpensante gusto pequeño-burgués. Costa no se apiada de sus personajes, ni los juzga, los muestra en su mundo con sus vicios y sus virtudes. Su objetivo no es otro que el de dar visibilidad a aquello que el propio cine ha condenado a la invisibilidad. Juventude em marcha se afirma como una película extrema en la que su estética de la pobreza se estiliza mediante una serie de imágenes digitales que le confieren una extraña belleza. El radicalismo de Juventude em marcha exige que, más allá de la fascinación y de la inquietud, exista una reflexión sobre su propuesta. ¿Qué es lo que convierte Juventude em marcha en una película excepcional? ¿Qué perspectivas anuncia dentro de las llamadas mutaciones de la imagen cinematográfica?


Hace unos años, cuando algunos cineastas descubrieron la ligereza de las cámaras digitales, el debate sobre la relación entre el cine y la realidad volvió a adquirir una extraña vigencia. Mientras los diseñadores de blockbusters utilizaban el adjetivo realista para definir las posibilidades de la imagen digital para dar forma a los excesos de la imaginación, algunos cineastas comprendieron que la ligereza también minimizaba la dictadura del dispositivo. Tal como afirma Abbas Kiarostami en su clase magistral titulada 10 on Ten (2004) las pequeñas cámaras de mini-DV pueden acercarse a la visión del ojo humano y reducir todo artificio. La cámara puede atrapar con más ligereza la verdad revelada. Gracias a esta premisa, el cine de finales de los noventa no tardó en convertirse en un cine de la ligereza que buscaba una quimérica verdad. La cámara no se limitó a contemplar con impasibilidad el mundo, sino que decidió penetrar en su interior. Desde el artificioso movimiento Dogma 95 hasta las nuevas formas del documental contemporáneo, las cámaras no pararon de moverse a la búsqueda de una verdad revelada que estaba en lo íntimo, en la fiscidad de los cuerpos o los mundos invisibles.


En los últimos años, la estética digital ha experimentado un notable cambio. Los cineastas más interesantes que filman con cámaras digitales, desde Michael Mann hasta David Lynch o de Albert Serra hasta Pedro Costa, lo hacen desde la distancia con la cámara fija. Evitan el movimiento y buscan una nueva estética basada en las texturas de la propia imagen digital. En la historia del Arte se considera que a partir de Cézanne se llevó a cabo un interesante giro desde el contenido de la obra hasta su propio continente, revalorizando el valor de la materia pictórica frente a la forma. En el mundo de la imagen digital se ha llevado a cabo una operación semejante. Los planos estáticos de Pedro Costa buscan los flujos internos de la imagen informática, a partir de contraluces, contrastes bruscos y juegos formales. Costa anula el movimiento de los cuerpos para establecer un distanciamiento que rompe con la fisicicidad de las cámaras móviles y potencia la abstracción. Los cuerpos se transforman en volúmenes. La frialdad digital se opone a la alta temperatura de la imagen fotoquímica y acaba adquiriendo un aire fantasma tico.


Para comprender la dimensión del cambio que Juventude em marcha opera en el interior de la filmografía de Pedro Costa es preciso partir de No quarto da Vanda, rodada en el año 2000. La película puede considerarse como un claro precedente temático y referencial de Juventude em marcha, pero también como su obra más antagónica. No quarto da Vanda es sobretodo un trabajo de disección de las formas de vida del barrio lisboeta de Fontanhias, una zona de gran pobreza que fue amenazada de una muerte lenta por los planes urbanísticos. Las casas empezaron a ser derruidas mientras se ofrecía a los habitantes la posibilidad de trasladarse a pisos de protección oficial. Costa partió de unos parámetros cercanos al documental para proponer desde la ficción el retrato de una mujer, Vanda, adicta a la heroína, que malvive en unos interiores lúgubres y pasa las largas horas ociosas intentando imaginar destinos imposibles. La imagen digital sirvió a Costa para seguir el proceso de degradación del barrio y para capturar los pequeños momentos de la existencia cotidiana de la chica. No quarto da Vanda, que con los años acabó afianzándose como un precedente radical de En construcción (2001) de José Luis Guerin, cerró un ciclo que Pedro Costa inició con Casa de Lava y Ossos. Todas estas obras estaban orientadas a crear una estética realista del miserabilísimo, construida sin efectismos, sin falsas coartadas y con una clara voluntad de implicación. No obstante, la gran revolución operada por el cineasta en No quarto da Vanda consistió en el modo como la cámara digital le permitió trabajar el tiempo. El rodaje no se desarrolló en un tiempo cerrado, configurado como un tiempo de ficción marcado por los parámetros de producción. Tal como señaló Víctor Erice en un coloquio en torno El sol del membrillo, una de las grandes revoluciones del cine digital ha consistido en permitir que pueda rodarse una película durante un amplio periodo de tiempo, capturando el paso de las estaciones y las transformaciones del mundo físico. Del mismo modo que los pintores impresionistas rompieron con los límites del encargo, para capturar los flujos del tiempo, los cineastas empezaron a preocuparse por capturar el tiempo que pasa sin tener que reducirlo a las cinco semanas de rodaje estipuladas por un contrato de producción. Pedro Costa observó durante una serie de años el proceso de transformación del barrio y la degradación de la existencia de Vanda.


Finalizado el rodaje de No quarto da Vanda, Pedro Costa recibió el encargo de rodar un capítulo de la serie Cinéastes de nôtre temps dedicado a Jean-Marie Straub y Danièle Huillet. El capítulo mostraba las pequeñas discusiones de la pareja ante una moviola mientras llevaban a cabo el montaje de la tercera versión de Sicilia!, su impresionante trabajo sobre textos de Elio Vittorini. La mirada atenta de Costa hacia el trabajo minucioso de los cineastas cambió su percepción del cine. Costa se encontró frente a los dos formalistas más grandes y singulares de la historia del cine, por lo que empezó a preocuparse por el modo como los volúmenes, las líneas y las masas configuran una estética cerrada del plano o por la forma como la incorporación de un sonido determinado propone un cambio de sentido. Costa convirtió su encargo televisivo en el largometraje Ou gît votre sourrire enfoui? que junto con A.K. de Chris Marker son los únicos making off que se han realizado a conciencia. El contacto con los Straub radicalizó la mirada de Costa y transformó su concepción de la puesta en escena en un trabajo más férreo. El cineasta portugués vislumbró una nueva idea del plano, entendido como contenedor de un universo figurativo desde el que se revela todo un mundo posible. Los Straub también hicieron comprender a Costa, la importancia que posee el acto de captura del flujo de las palabras. Costa se convirtió en un cineasta más brechtiano, pero no lo hizo de forma mimética respecto a los Straub sino a partir de una voz propia y original.


Juventude em marcha no parte de ningún pretexto narrativo, ni de ningún deseo de captura de los procesos que permiten una transformación temporal, sino de un claro deseo por articular una serie de situaciones que permitan la estilización de lo real hasta convertirlo en imagen. El miserabilismo y la estética de la pobreza propios del cine de Costa se transfiguran en un espacio pictórico que rechaza toda inscripción naturalista. La imagen sufre un proceso de transformación que acaba desembocando en la búsqueda de lo que podríamos llamar como imagen esencial.


Ventura, el protagonista de Juventude em marcha, es un personaje que surge de Ossos transita por el barrio de Farinho y por los inmuebles de protección oficial de Casal Boba a la búsqueda de los hijos –reales e imaginarios- que ha perdido a lo largo de su vida. En la primera escena de la película vemos a una mujer que lanza los muebles por la ventana y surge como un espectro amenazante con un cuchillo en su mano. Ella ha hechado de casa a su marido –Ventura- y le ha apuñalado. El hombre, que unos años antes abandonó su mundo en Cabo Verde, quiere conquistar alguna cosa que perdió de forma irremediable. Al igual que en L’intrus de Claire Denis o Broken Flowers de Jim Jarmursh del interior de las imágenes de Juventude em marcha surge un tema clave del cine actual: el deseo de recuperar los hijos pródigos, la voluntad de crear a partir de una relación paterna-filial, un substitutivo al mal vivir del tiempo presente.


Juventude em marcha puede ser definida como la crónica de una errancia. No obstante, el tránsito que el personaje de Ventura lleva a cabo por los barrios de Lisboa no se lleva a cabo a partir del movimiento físico, sino a partir de una serie de encuentros estáticos. Ventura se configura como si fuera un revenant que visita a los suyos y alza su silueta fantasmagórica en medio de una serie de estancias vacías. La cámara filma de forma estática cada uno de los encuentros.


En la ultima película de Jean Marie Straub y Danièle Huillet, Quel loro incontro, los cineastas filman los cuerpos de unos actores no profesionales que recitan un texto de Cesare Pavese que gira en torno a las fronteras que separan el mundo de los dioses del de los humanos. Los Straub filman las situaciones como si fueran duetos, en los que los actores que recitan adoptan una postura determinada, atorgando a los cuerpos la condición de formas estáticas que configuran la composición estética del plano. Entre el modo como los Straub filma a sus actores amateurs y el modo como lo hace Pedro Costa existe un claro paralelismo. Los cuerpos inmóviles crean una determinada gravedad en el espacio, mientras sus voces resuenan relatando historias, articulando deseos imposibles o repitiendo continuamente el texto memorizado de una carta de amor enviada a Cabo Verde. Entre los encuentros que lleva a cabo el personaje de Ventura se producen diferentes cruces con algunos personajes de sus otras películas, entre los que se encuentra Vanda, a quien encontramos junto a su hija pequeña. Costa filma a un grupo de seres que viven al margen del tiempo histórico, atrapados en su propia pobreza. Los actores que participan en la película no representan su vida, la recitan. Costa apuesta por el formalismo, convirtiendo el recitado en la exploración de los sistemas de distanciamiento brechtiano. El resultado final es realmente sorprendente. A partir del artificio no cesa de revelarse la compleja verdad de un mundo concreto.


ÁNGEL QUINTANA

POETICS OF GARREL




Each new film by Philippe Garrel tends to be greeted as a summit, a distillation, a synthesis … and sometimes an impasse. This points to a simple and obvious fact: that the same character types, situations, experiences, motifs and issues tend to come around time and again, identifiable as the next chapter of the same, ever-expanding auto-portrait roman.


Devotees of his work become tenderly familiar with these representations of the auteur’s life-story: his artisticall y-minded parents (including actor-father Maurice Garrel); his precocious beginnings as a teenage filmmaker; the heady involvement at the barricades in 1968; his meeting with the Velvet Underground chanteuse Nico, and their slide into drug addiction during the 1970s; his period of making silent, lush, mytho-poetic avant-garde portrait-films of faces in exotic landscapes; his descent into madness and the painful experience of electro-shock therapy; his crawl back to artistic productivity and his negotiation of narrative cinema; his circle of friends (painters, writers, actors, filmmakers) from the ‘Zanzibar’ group to the present-day; the break-up of his marriage to Brigitte Sy, the birth and growth of his son, Louis Garrel, and the other, more mysterious women who were fleeting lovers, girlfriends, mistresses …


But even this aspect of Garrel’s work is less ‘first person cinema’ than something more collective – a ‘family romance’ based on ages, generations, transmissions. Liberté, la nuit (1984) is Garrel’s imaginative projection about the generation of his father at a previous younger moment – the moment when the father becomes the son’s mirror or double. Le Cœur fantôme (1986) imagines the father’s death, its real and symbolic consequences. La Naissance de l’amour (1993) begins the director’s reflection on the agonised assumption of his own parenthood – will he merely repeat the irresponsible, wayward sins of the father? And Les Amants reguliérs (2005) brings everything to a peak in its three-way dinner table scene of son-playing-father (Louis Garrel), ex-wife (Brigitte Sy, Louis’ mother) playing his own mother, and Maurice Garrel as now the somewhat dotty but hypnotically appealing grandfather.


Garrel’s ingenious casting adds another layer of complexity to this perpetual re-invention of self: what sort of alter ego is this, that can be played successively by Henri de Maublanc (L’Enfant secret, 1982), Benoit Regent (J’entends plus la guitare, 1991), Lou Castel (La Naissance de l’amour), Luis Rego (Le Cœur fantôme), Mehdi Belhaj Kacem (Sauvage innocence, 2001) and his own son? In Le Vent de la nuit (1998), Garrel splits his characteristic alter ego in two: he is both the callow, young man (Xavier Beauvois) involved with a wealthy, suicidal hysteric (Catherine Deneuve) – a displaced representation of Jean Seberg in the ‘70s – and the older, wiser, silent, ruggedly good-looking man (Daniel Duval) melancholically recalling his past. In this film, Garrel takes his autobiographical fancy to a new and shocking conclusion: he contemplates his own death by suicide, an intensely ethical as well as existential act, in the shadow of Jean Eustache and Guy Debord … Yet, after arriving at this grim plateau, there is a rebirth through an immersion in youth: Sauvage innocence (a very free variation on the Nico story he has obsessively retold since L’Enfant secret), and especially Les Amants reguliérs, where at last the great myth of origin underlying the entire Garrel œuvre is at last revealed, recreated and directly depicted: 1968 … And now the paranoia, the sense of being an eternal outsider to society, the fragility of sanity and the anxiety of ever ‘holding onto a glorious moment’, all this suddenly make perfect sense in the light of that momentous origin in a divided Paris that resembles nothing so much as Bosnian war zone.


Like Tsai Ming-liang, Garrel creates his own, distinctive, poetic universe from the repetition of and stylisation of select details from everyday life. I have the overwhelming sense, when I experience a film by Garrel, that I am witnessing the birth, or the rebirth, of the cinematic medium itself – as in José Luis Guerin, a rediscovery of the primal, ‘virgin’ image from the first films by Lumière. So let us begin an inventory of the elements of Garrelian poetics. Windows, for instance, and the view beyond a window to a passing street scene. Doors (so crucial also to Bergman and Bresson): closed doors about to be opened, half-shut doors hinging us between different characters, spaces and events. Walking: individuals, couples, groups of friends walking down a street, towards or away from the camera, like in a silent movie . Rain falling, its drops accumulating and sliding on a glass surface, like the window of a room, or a car. And hands, in close-up insert, feeling their way, touching the hand or face or hair of another …


Garrel’s films have a characteristically austere, severe, minimalistic appearance. This is because walls, rooms and streets form a perfectly self-enclosed architectural imaginary. All European cities seem the same. The interior walls are always bare, featureless. All apartments look the same, as do all cafés: Garrel rarely plays on the class differences of his characters in terms of their environment, or on the visible vicissitudes of their ‘social mobility’ (as in Truffaut or Téchiné), preferring to subject them all, equally, to the same austerity. The Garrelian living space is dominated by bedrooms; by bathrooms, which we sometimes glimpse in moments of unexpected intimacy; and by bits of kitchens – sinks and chopping boards, with very occasionally some half-hearted eating. (Unlike Chabrol or Renoir, Garrel’s cinema is not one of hearty ingestion.) Streets provide the passageways between domestic living spaces and hotel rooms (in which amorous assignations occur) – and these hotel rooms, too, all look the same. In that passage through the streets, certain fixtures and stopovers also regularly recur: the entrances and exits to métro stations (the unforgettable, ‘lightweight’ final moments of La Naissance de l’amour); spots for embarking and disembarking from cabs; and a range of service points – tabacs, hardware shops, florists, chemists, bookstores (there is, however, nothing so modern as a video, DVD or even CD shop). Outside this city beat, there the trips, the holidays by train to country in Les Baisers de secours (1989) and Le Cœur fantôme, the car ride to Italy and back in La Naissance de l’amour, and the extended voyage to Berlin in La Vent de la nuit.


Phone calls are invariably dramatic events in Garrel’s films. In the short Rue Fontaine (1984), Rene (Jean-Pierre Léaud) busts into the domestic life of his lover by way of a downstairs phone, begging to see her. In La Naissance de l’amour, Paul is called to the phone after his night spent away from home, in order to be reprimanded by his surly, teenage son. In Le Cœur fantôme, the life of a painter, Philippe (Luis Rego), is torn apart by the call that alerts to his father’s internment in hospital. And in J’entends plus la guitare, a phone call from Marianne (Johanna ter Steege) is so unsettling in its effect on a family home that Aline (Brigitte Sy) hears a premonitory, phantom, virtual noise just before the actual phone-ring.


Every great, distinctive filmmaker can be characterised by the way he or she handles the passage from day to night. Some directors (like Godard) destroy even the faintest sense of a normal day-night progression. For Garrel (as for Akerman), however, day and night are the fundamental poles of a poetic logic. In La Naissance de l’amour, day and night are mapped onto places, onto types of characters, onto types of images, and even onto types of bodies. Paul’s wife, Fauchon (Marie-Paule Laval), is seen in the overexposed white of kitchen or hospital; his lover, known only as ‘the young girl’ (Aurélia Alcais) is mostly seen in night streets.


Back in the bedrooms, there is sleep. Garrel is a poet of sleep to rival, even surpass, Murnau. From its first moments, Les Amants reguliérs shows us its characters supine, laid out on couches or on the floor, relaxed as they suck on the opium pipe. Among his silent, abstract, experimental portrait-films of the 1970s, Les Hautes solitudes with Jean Seberg concentrates mainly on the Warholian spectacle of sleep – because what event could pose for us, more acutely, the ‘paradox of the actor’, whether he/she is ‘performing’ or simply ‘being’? There are two types of sleeper in Garrel’s films: dead sleepers, and light sleepers. Dead sleepers zone out, escape all torment and misery for those blessed moments of sheer unconsciousness. Light sleepers are those disturbed souls who suffer every kind of night terror – and perhaps the single most terrifying sight in any Garrel film is the glimpse of a child who cannot sleep. Garrelian sleep is the gateway to death – its prefiguration, for death, as Les Amants réguliers calls it, is the “sleep of the just” – and to the realm of dreams. We should never overlook Garrel’s attachment to Surrealism: dream sequences appear prominently in Le Cœur fantôme, Rue Fontaine, La Naissance de l’amour, Sauvage innocence and Elle passé tant d’heures sous les sunlights (1986).


Garrel often films encounters and partings, hellos and goodbyes. The difficult, melancholic endings of affairs are balanced by the tremendous élan of the first glance, the first words, the first touch. Indeed, in Garrel’s cinema, love is always the same, always a repetition, and yet it is always new – because, as Leonard Cohen sang, “Everyone to love must come / but like a refugee”.


© Adrian Martin March 2006